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14 de octubre de 2023

Santiago Auserón, el imán de hipérboles, meció la hierba del Jardín de Invierno.

Santiago Auserón es un hombre (y un nombre) atado a epítetos elogiosos, hiperbólicos, merecidos todos. El pasmo por su aspecto a los 69 tacos; la voz que guarda como bañada en miel, aunque raspe a voluntad; la capacidad de reinvención, tocata y fuga; la cubanía militante, limpia y jazzeada, que también sabe ensuciar si se lo pide el cuerpo o alguno de sus musicazos. Ayer remataba la jornada en el Parque Grande y lo hizo con su libreto, cercano-lejano, majo con el respetable pero desde una atalaya intelectual en la que se siente cómodo, porque se ha ganado la cátedra y es generoso en el reparto del conocimiento adquirido. Canta, conecta, contextualiza y brilla siempre, con su luz LED y al trote, sin efectismos.

Ayer comenzó sonero y bolerístico, con dos vientos, guitarra, bajo y batería-percusión, centrado él en su sempiterna rítmica. Luego viró hacia a New Orleans. ‘Luz de mis huesos’, ‘Quemando caña’, ‘La última rosa’ –inspirada por ÓscarWilde–, una vueltita al ‘Vagamundo’ con ‘El forastero’ o ‘No más lágrimas’... el mozo del Gancho apostaba por producción reciente en detrimento de piezas más antiguas de Juan Perro, Radio Futura o el suyo, sin trasuntos.

Y sí, tiene que lidiar con el murmullo sordo de las demandas implícitas; es decir, las ganas que tenía la gente de oír ‘Semilla negra’ (que cayó en el bis, cálida y resultona: es un pedazo de canción) o ‘La estatua del jardín botánico’.

Aunque también abrió la mano con ‘El puente azul’ y remató con ‘El canto del gallo’, los pilares de Auserón tienen una clave personal e intransferible. En un teatro o en el rincón mágico de un parque con nombre de bardo. Eso sí, de un concierto suyo se sale con los nutrientes reforzados, porque este buen señor reparte carbohidratos de absorción lenta, y riega sus ‘setlist’ con té de hibisco para la buen digestión. Anda que no sabe lo que se hace, el tío...

Crítica de Pablo Ferrer para el Heraldo de Aragón.