Cuaderno


13 de enero de 2014

Chavales, ¿Queréis crecer en un país desalmado? (Fragmento)

Durante el último año he contrastado a menudo estados de ánimo con extranjeros hermanos de lengua y con españoles emigrados en cuyos rostros he visto la claridad de la decisión. Ya en el avión de regreso, nada más mirar de reojo la portada de los diarios, las sensaciones empiezan a cambiar de signo. La luz peninsular, graciosamente indecisa, entre europea y africana, proporciona un minuto de ilusión, pero tarda poco en dejar paso a la sombría impresión de retornar a un estado de cosas gris y amenazador, que se confirma con el primer informativo. Las noticias transmiten una sensación de estancamiento insoportable, de recaída en una especie de castigo divino. Me refugio en la distancia de la curiosidad etnográfica para anotar esta observación: la naturaleza en mi país tiene virtudes que se apagan en cuanto alzan la voz sus nativos.

Al caudal obtenido por procedimientos ilegítimos, puesto a salvo en paraísos fiscales y ratificado por el apaño legislativo, la negra avaricia de nuestras élites puede añadir en la columna de su haber el desánimo completo de la sociedad española. La especulación que se apodera del bien común no solamente ha desangrado la economía y aflojado el pulso del cuerpo social, sino que, al pretender hacer pasar por bueno un estado corrupto, ha dejado al país sin espíritu, literalmente desalmado. He aquí el efecto más temible de la crisis. En otras latitudes la maldad actúa sin máscara, pero en España aspira a ser bendecida por un carcomido derecho de señorío, a justificar el sometimiento de las clases populares y la apatía de los jóvenes con una democracia de cartón piedra que se publicita en imágenes digitalizadas.

La pérdida anímica de la sociedad española tiene sobrados precedentes históricos: en el bandolerismo primitivo, en la corrupción de la nobleza aliada con la delincuencia, en el anhelo de fortuna desmedida, en el desprecio por los oficios manuales, en el ideal imposible de la limpieza de sangre, en la exaltación de la fe reducida a espectáculo. Pero está a punto de consumarse precisamente cuando los españoles parecíamos haber llegado por primera vez a un consenso para poner remedio a nuestros males atávicos. Un falseamiento paulatino de los artículos de la constitución relativos al estado social libre y de derecho, a la soberanía popular, a la separación de poderes, a la nación de naciones, está al cabo de lograr lo que no pudieron siglos de absolutismo, la cansina alternancia en el gobierno de los partidos burgueses y las dictaduras militares.

La explicación de estos hechos es simple, aunque de intrincada apariencia, y debe ser urgentemente compartida con las jóvenes generaciones tanto en casa como en la escuela. El sistema de partidos ha protegido la alternancia excluyente de la derecha tradicional con la socialdemocracia, garantizándose el beneplácito inicial de los nacionalismos conservadores, que luego acaban por pasar factura. El predominio de los partidos de gobierno, tanto a nivel estatal como autonómico, se sostiene sobre dos pilares fundamentales: la especulación financiera y la manipulación de la opinión pública. Los especuladores financian a los partidos de los que obtienen contratos prometedores, los partidos favorecen a los grupos mediáticos afines, los grupos mediáticos aprovechan su influjo para engrosar las cuentas de sus directivos.

Esta circulación del poder no constituido influye poderosamente sobre el voto, que es el único modo de participación democrática, y secuestra la soberanía popular, obligándola a pasar por el aro de la filiación clientelar. No hace falta perder mucho tiempo en discusiones sobre formas del estado que son mero decorado de teatro: vivimos sometidos a una oligocracia financiera, partidista y mediática. Quien no participa en el reparto de favores económicos, de cargos públicos o de horas de entretenimiento deportivo, está virtualmente fuera del sistema. Si todavía dispone de un puesto de trabajo, gracias a un oficio ajeno a la especulación, a la política de ámbito nacional o local, a los operadores de comunicación, está seriamente amenazado de perderlo, por muy liberal y respetable que sea su profesión.

Algo parecido ocurre en la mayoría de los países occidentales que nos han proporcionado el modelo, pero aquí el cerco que amenaza a la democracia se estrecha rápidamente debido a algunos factores determinantes: la apropiación de las estructuras sociales por parte de las élites más voraces y la calculada dependencia de la judicatura o de la Agencia Tributaria respecto del ejecutivo agravan las consecuencias de la cesión de la soberanía popular en manos de los partidos mayoritarios, de quienes los financian ilegalmente, de los medios que encubren la manipulación de la opinión pública bajo un ligero y pegajoso barniz de independencia informativa.

La mentira se ha convertido en sinónimo del quehacer político, justificada por las técnicas de imagen y por los índices de audiencia. Son incontables los casos en que los responsables públicos mienten sin recato en los medios de comunicación o en las audiencias judiciales y, cuando sus mentiras son puestas al descubiertο, prosiguen tranquilamente en sus cargos. Cada vez es más difícil que la verdad se abra paso en la política española. Los jueces que se atreven a plantar cara a la corrupción se ven obstaculizados o apartados de sus funciones. En particular quienes ponen el dedo en la llaga de la banca que ha servido para expoliar y endeudar a las comunidades locales, corrompiendo a sus funcionarios, extendiendo la red de la infamia por las cuatro esquinas del mapa.

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