19 de noviembre de 2020
¿Alguna vez les ha pasado que al escuchar un disco lo han visualizado? A mí se sucede en contadas ocasiones (quizá con más frecuencia con canciones sueltas), pero esta ha sido una de ellas. Desde el primer momento, y durante las diferentes escuchas de Cantos de ultramar, he imaginado a Juan Perro y su banda desplegados bajo un entoldado en noche de verano, en la calle, sobre un escenario modesto ante un público variopinto que baila las canciones que el grupo —vestido con cierta elegancia, el vocalista trajeado y con pajarita— desgrana.
La escena transcurre, por supuesto, en neorrealista blanco y negro y, tal vez, remita a los años cincuenta, a los primeros sesenta. Y con ello no digo que lo que aquí se ofrece sea música antigua. No, porque conocida es la capacidad de Santiago Auserón para chapotear en ritmos añejos y transformarlos en algo diferente, actual. En ello sigue, y de eso va Cantos de ultramar, de recuperar, una vez más, la tradición sonora latina y dotarla de nueva vida. En esta ocasión, y como recordando las andanzas perrunas primeras, con Cuba y el Caribe revoloteando por todas partes, pero con fuerte aroma jazzero.
Antes de seguir adelante, hay que señalar que estas doce canciones no son nuevas. Las conocimos en 2016 en versiones desnudas, guitarra y voz, entre las quince que dieron forma a El viaje: un disco que era como un aperitivo antes de su transformación definitiva. Pero entre los tiempos que maneja Auserón y la pandemia, las revisiones con banda no han visto la luz hasta ahora, puestas en pie por un sexteto que incluye dos guitarras (Auserón y Joan Vinyals), bajo (Isaac Coll) y batería (Pere Foved), más los vientos que aportan Gabriel Amargant (saxo tenor y clarinete) y David Pastor (trompeta y fiscorno). Y los vientos son, precisamente, los que contribuyen a romper con el aire de club de jazz que podría tener el álbum, trasladándolo a la calle y dotándolo de una expresividad y unos colores próximos a los de una orquestina. Un acierto, sin duda.
El inicio de la escucha es justamente en clave jazzística, con la deliciosa “Luz de mis huesos”, pero rápidamente el jazz se cruza con Cuba en la sonera “Ámbar” (dedicada a la cerveza), con momentos en los que pareciera que los músicos van a arrancarse con un pasodoble. Las cartas, con solo dos temas, están sobre el tapete: Juan Perro ha decidido, una vez más, pervertir los géneros, invitarnos a cruzar orillas oceánicas y musicales y hacernos partícipes de una sesión musical que tendrá mucho de baile.
En “A morir amores” es fácil imaginar a la concurrencia soltándose a mover las caderas al ritmo del son, mientras el vocalista, más clásico que nunca, pierde la mirada para interpretar con todo el sentimiento, pero controlando y dejando espacio para un solo de saxo y otro de guitarra. Juan Perro ha tejido su red y en tres temas nos ha hecho caer en ella. Y estamos encantados.
“En la frontera”, bellísima, cruza el bolero mexicano con el cubano, mientras la letra podría ser una de aquellas gemas de la tradición latina, depurada por un maestro de lo popular: «En la frontera hay una flor / que al emigrante hace olvidarse del temor. / Esta noche yo quisiera / tomar en la frontera / la senda de tu amor. // Tantos malos pasos en la vida / dejaron marcas sobre mi piel. / Ay, dolor, no ahondes en la herida, / no agites más tu cascabel». Rápidamente la orquestina invita al baile con “Nada”, que desde una introducción jazzera se arrima a algo que semeja un cadencioso y libérrimo chachachá. Y si nos dijeran que Cachao o Machito van a unirse a la fiesta afrocubana en una «descarga», lo creeríamos. Porque de ese nivel hablamos.
Y de pronto, bajamos un poco el ritmo para aproximarnos a la costa portuguesa con una “De un país perdido” que tiene el punto de fuga en Nueva Orleans. Tras ella llega el momento del «agarrado», las parejas se unen mientras la banda borda “Los inadaptados”, con guitarra y saxo pespunteando en jazz mientras el cantante susurra cerca del micro.
¿Quién echaba de menos un rock and roll? Pues aquí está “Aire”, que Santiago siempre ha sentido debilidad por los orígenes del género, y por tanto entiende que, hijo de mil leches, le debe mucho al jazz. En el aire están la «guerra de la información» y las «noches de locura y diversión». Y la música, también está la música: «Las canciones vuelan por el aire, / tal vez no consigan atención, / pero a veces llegan / donde da la vuelta el aire, / y al final se clavan / en el corazón». Así es.
En ese transformar los géneros, hacerlos suyos y ponerlos al servicio de algo nuevo, “El desterrado” es un corrido, cantado con dejes de tal, pero también le debe mucho al son, y por momentos parece una habanera, e incluye un solo de saxo jazzístico y noctámbulo. Hay que oírlo. Nueva Orleans impulsa la tremenda “Agua de limón”, una pieza que acaba en salsa y que podría ser un hit si la radio musical estuviera abierta a programar músicas que rehúyen de los cánones, de la aparente modernidad, de lo que se supone quiere la audiencia.
El tema más denso y experimental (que no es decir poco) es “El viaje”, que podría haber sido una canción de los Radio Futura de De un país en llamas o La canción de Juan Perro, por ejemplo. Ahora con su dosis de psicodelia y desbarre instrumental.
Cantos de ultramar se cierra prácticamente como empezó. Con “Arenas del Duero”, baladón con atmósfera de club de jazz y resumen de la idea que lo ha alimentado, con el Duero como excusa: «Vengo a tus arenas / lentas a esperar / que regrese un velero / el rumor de los cantos / de ultramar».
¿Y que queda una vez las luces se han apagado? Pues la sensación de estar ante una obra natural, sin aditivos, con las dosis justas de electricidad, sosegada pero con pellizco, desarrollada por una formación que funciona como un todo, pero que vuela libre, que tiene corazón y alma. Y, como siempre en los discos de Santiago Auserón, esa idea de que cada una de sus entregas tiene mucho de lección musicológica, pero dictada sin aspavientos, con la modestia y la sencillez del que únicamente quiere compartir sus conocimientos. Explica en los textos que acompañan al álbum que sigue en el rock latino, pero poco importa si esto es rock o no. Es música de enorme valía y valentía.
Si tienen tiempo, jueguen a comparar cómo aquellas canciones crudas de El viaje han crecido hasta desembocar en Cantos de ultramar. Toda una experiencia.
Una recomendación final: déjense de escuchas en streaming y adquieran el álbum, que se harán un favor. La exquisita presentación, a gran formato y con tapa dura, bien lo merece. Podrán disfrutar tanto de unas cuantas hermosas fotos tomadas durante la grabación como de unos imprescindibles apuntes que ha escrito Auserón.
Crítica de Juan Puchades para EFEEME.