09 de mayo de 2017
Pocos días antes de emprender la gira, venciendo una pereza que a ratos adquiría visos de incertidumbre, comencé a hacerme cargo de lo que representaba mi primer viaje a algunas ciudades del Cono Sur. Libros y canciones memorables, eventos inquietantes y amigos en exilio voluntario o forzoso me fueron ligando a ellas a lo largo de medio siglo sin conocerlas. La emoción de la partida inminente, en la que hasta el último momento me resistía a pensar, me obliga a asomarme de pronto a la hondonada del tiempo, a través de las grietas de la historia reciente, como si estuviera sobrevolando el océano hacia el Nuevo Mundo desde que tengo uso de razón.
El trayecto desde Montevideo a Santiago de Chile viene agitado únicamente por el griterío de un equipo deportivo mixto juvenil, alojado en la parte trasera del avión, cuando la voz del sobrecargo reclama por megafonía que abrochemos los cinturones, porque vamos a cruzar la Cordillera. ¡La Cordillera! Cierro los ojos e imagino la cadena inmensa de montañas alzándose de sur a norte del continente. Busco ángulo de visión por alguna ventanilla, entre asientos y pasajeros contiguos. Apenas entreveo un destello próximo de nieve, cuando el aparato da un bandazo repentino que hace aullar de júbilo al equipo deportivo y me pone los pelos de punta. Tras unos segundos empleados en tratar de asegurarnos de que nuestras vidas no se precipitan de inmediato hacia su término, un nuevo bandazo equivalente en sentido contrario sacude nuestras cabezas como en una atracción de feria.
Algunos pasajeros imprudentes, soltándose el cinturón, intentan mantener el equilibrio, mientras con las cámaras de sus teléfonos móviles capturan una imagen de los picos helados que casi rozan el vientre del aparato. Nunca pensé que fuera a hallar alivio en la contemplación de una escena turística semejante. Por situarme jovialmente a la altura de las circunstancias, imagino escenas de antropofagia entre supervivientes de un famoso accidente aéreo acaecido en estas cumbres y selecciono de reojo a mi alrededor brazos y muslos que, en situación de extrema necesidad, pudieran resultar apetitosos.
Tocamos tierra en el aeropuerto de Santiago y nos deslizamos en coche hacia la ciudad, por la carretera que corre en paralelo a los últimos cerros. Hernán Honores, el conductor, es un colaborador de la oficina de Alfredo Troncoso. Rápidamente nos pone al día acerca de la vida en Chile durante los últimos años. Se entretiene en detallar algunos datos acerca del sistema de ayudas estatales que hipoteca a los universitarios chilenos casi de por vida, como ocurre en su caso. Un modo eficaz –asegura– de frenar el ascenso social de los menos afortunados.
Chile es un territorio hermoso, a la vez inmenso y estrecho, atrapado entre las alturas gigantescas de los Andes y las aguas sin fin del Pacífico, cuya belleza salvaje estimula acaso, en el corazón de una oligarquía poco dispuesta a ceder las riendas del futuro, un titánico afán por asegurarse el dominio sobre los recursos naturales. ¿Tiene eso que ver con el hecho de que en sus poetas asome una insistente pulsión de muerte, unas veces como expresión de violencia catártica, otras como destino precipitado, otras como juego aventurero en que la inspiración poética alcanza a reconocerse en el rostro de su peor enemiga?
Alfredo "Flaco" Troncoso, quien nos ha recibido en el aeropuerto con franca sonrisa de afecto, se ha adelantado a asegurar la reserva, comprometida por la hora de llegada, en un excelente restaurante peruano. Mientras nos aliviamos con un pisco sour –del que él mismo se abstiene, por cuidar su convalencencia de una reciente operación de corazón– nos instruye acerca de su trayectoria como representante de primeras figuras de la música latinoamericana: se ocupa ahora de los asuntos de Inti Illimani, como antes lo hiciera –durante sus años de estancia en Alemania– con el mismísimo Atahualpa Yupanqui, y después con Mercedes Sosa y con Astor Piazzola. Es un hombre culto, refinado, de humor vivaz y trato cortés, que se complace en hacernos reconocer las excelencias de la cocina peruana.
Tras un corto descanso en el hotel, salimos a pasear por la avenida Apoquindo, tomamos un taxi hacia Bellavista, barrio de intenso colorido, densamente poblado por jóvenes bien vestidos. Por sus aceras caminan las muchachas fumando con desenvoltura o hablando por el teléfono móvil, mientras esperan a sus parejas. La cena en una terraza resulta amenizada por sucesivos músicos callejeros de calidad discutible. Uno de ellos ensaya una mezcla poco cocinada de canción protesta y rock, otro se larga un "rapeo" interminable sobre las ventajas de la amistad, con rimas acentuadas en "a" tan insistentes y grotescas que provocan la hilaridad de algunos comensales y –finalmente– también la de los camareros, atentos sobre todo a preservar el contenido de sus bandejas. El rapero termina por alejarse sin obtener un peso, pero repite el mismo número en la terraza de al lado. Ojalá su oficio callejero le dé para perseverar en los estudios.
Por la mañana atiendo varias entrevistas por teléfono y converso en el salón del hotel con una prestigiosa periodista chilena, Marisol García. Pregunto en recepción por librerías de poesía y tiendas de música. La amabilidad repentina del personal –el mismo que ayer nos recibió con frialdad deliberada– hace que me arrepienta de mi propio rencor prematuro. Quizá mi interés manifiesto por los poetas y músicos chilenos les haya conmovido. Paseamos por Providencia bajo una luz que cae del cielo como un alud, entre el gentío mestizo. Una agente de policía muy corpulenta, de pulcro uniforme diseñado para dar un toque de estilo a su autoridad indiscutible, nos indica con gesto adusto y lengua escueta el puesto de cambio más próximo.
Después de varios intentos, encuentro las ediciones de la Universidad Diego Portales de Enrique Lihn (Diario de muerte) y de Rodrigo Lira (Proyecto de obras completas), además del Poema de Chile de Gabriela Mistral. En las tiendas de música doy con una edición de las grabaciones de Violeta Parra para EMI y, finalmente, con el objeto principal de mi búsqueda: un ejemplar en vinilo de sus Últimas composiciones. El Flaco considera exagerado su precio, pero estoy contento de volver a ver la misma carátula –el mismo retrato hisuto de la cantora– que tuve en casa hace más de cuarenta años.
Llevo en la cabeza el son hiriente y tierno de Violeta. Su canto mestizo de furor pagano y fervor cristiano de tradición folclórica es un retrato candente de Chile. De raigambre quevediana, por cierto, en lo que toca a humor negro y al gusto por las postrimerías. Que la pasión de Cristo sea el único relato capaz de articular la voluntad de dominio de la oligarquía y la esperanza de los pobres, es un dato de alcance ecuménico, pero en América Latina cobra un cariz acuciante, porque reparte la misericordia divina en el límite de la revolución social, dado el carácter extremo de las desigualdades.
La violencia del poderoso cuenta en última instancia con el perdón celestial –es decir, con todas las ventajas de este mundo y del otro–, en tanto que el revolucionario se enfrenta de inmediato al castigo terreno que inflige la máquina militar, defensora de la acumulación ingente de riqueza. Fuera de la resignación, la parte de misericordia que le toca al pobre se reduce a místico fanatismo. En tales condiciones, los poetas educados en aulas de la burguesía, divididos entre el culto a la personalidad y la conmiseración, no hallan sino la muerte como enseña para completar una cosmovisión y adueñarse de su destino. América aguarda un relato en que no interfiera el afán titánico de riqueza, que iguale la idea del más allá con el valor de los dones de la naturaleza. Solamente lo pueden escribir los estudiantes de la clase trabajadora. La oligarquía sabe lo que hace cuando hipoteca sus carreras. He aquí el calado del conflicto estudiantil chileno.
Comemos en el Bar Liguria, de cocina y ambiente tradicionales reconstruidos según moda reciente, con el Flaco y su socio Iván, que sale a recibirnos efusivo. Con ingenua ternura, al cabo de un rato de conversación se declara viejo comunista ortodoxo, aunque no carente de humor autocrítico ("éramos como los curas"), e insinúa el recuerdo de sus amigos desaparecidos. Irradia alegría porque le gusta compartir el plato y la charla con los músicos.
De regreso al hotel, un taxista asturiano ¬–el señor Naves– nos habla de su larga estancia de tres décadas en el país y de su familia chilena. Le digo que Santiago me parece una ciudad hermosa. "Todo no es como lo que está usted viendo". Tiene dos hijos médicos en activo, cuya profesión (y quizá la deuda estudiantil con el gobierno) le mantiene sujeto al volante del taxi santiaguero. "Si no fuera por eso, volvería a Asturias mañana mismo".
El Club Chocolate tuvo antaño un nombre de solera: Café del Cerro. Por su escenario pasaron los músicos más aclamados de Latinoamérica. Durante la prueba de sonido, los técnicos se muestran afables, eficientes, precisos al reconocer los instrumentos y hacerlos sonar como conviene, dentro de un horario apretado y en competencia con el volumen de un "karaoke" vecino. La generosa hospitalidad de nuestros anfitriones y unos tragos largos de whisky nos permiten sujetar los nervios.
Ante un público poco numeroso, selecto y sensible, la música se reparte sin estridencia por todos los rincones de la sala. Una de las crónicas posteriores hace el mejor halago que podrían recibir mis canciones en esta tierra de cantores y poetas: "música nueva". Con su contraste de gravedad y exaltación, con sus tensiones durables y en pleno proceso de transformación, Chile reclama una estancia larga, pero las prisas de la gira rompen sin miramiento el hilo de la nostalgia. Menos mal que me llevo algunos discos y algunos libros.