Cuaderno


26 de noviembre de 2018

El telar sonoro: Panorama de la música española en el siglo XXI

El artículo El telar sonoro / Panorama de la música española en el siglo XXI fue encargado a Santiago Auserón por un prestigioso suplemento semanal y rechazado por ser “muy complicado" para  sus lectores. Si nunca se intenta explicar la complejidad de la música y de la sociedad españolas, nunca se entenderá. Ante la propuesta de “editar” el artículo para dejarlo en su parte "más descriptiva", consideramos preferible difundirlo en su integridad por otras vías. Fue leído en la Cátedra de Estudios Artísticos del Instituto de Arte Moderno de Valencia (IVAM), ante una asistencia numerosa, el pasado 23 de noviembre de 2018.

La música popular en nuestros días se debate entre el estatuto de mercancía degradada y la necesidad de un giro que nos devuelva el horizonte de la emoción compartida. La libertad individual se halla encarrilada por los hábitos de consumo, digitalizada, es decir, sujeta a procesos de cálculo que reducen la información a ceros y unos. Sobrado de las ventajas que el impulso electrónico proporciona, el interés inmediato impone su tónica y la música se iguala con él en dignidad escasa. La insistencia diaria del conflicto político y el protagonismo de la corrupción capturan nuestra atención. Los imputados se las arreglan para sacarle partido a la popularidad. Cada mañana, la información resalta lo que es noticia, la noticia arrima el ascua a su sardina, el engaño se cuela a primera hora en nuestras vidas y los conflictos que generan ansiedad se eternizan.

¿Cómo eludir el lazo que la actualidad nos echa al cuello? Fiados en nuestro destino de androides abocados a la inteligencia artificial, sólo nos induce a ejercer la libertad de acción la posibilidad de proyectar la voz más allá de lo que está al alcance de la mano, del mando a distancia que controla los aparatos. La voz expresa órdenes y deseos, preserva relatos ancestrales, convoca a la tribu ante la hoguera o el televisor. Para rememorar su fuego originario, las palabras tienen que escapar a la urgencia diaria de la falsedad, aguardar el momento en que el habla común experimenta la necesidad poética, participar en la danza que celebra el fin de semana o la estación del año. Tienen que aprender del instrumento musical a respetar el silencio antes de ser pulsado. La música es el refugio de las palabras, de nuestra condición de humanos.

Cuando es sublimada y practicada sin humildad, sin embargo, la música se entrega en brazos del señorío y del cálculo. Los príncipes desean su poder de seducción, financian monumentos sonoros y alimentan la soberbia del genio. Todo cerebro está potencialmente superdotado, puesto que sus conexiones neuronales son infinitas, si bien la mayoría se contenta con resolver problemas inmediatos. La superioridad del genio y de su asociada, la razón calculadora, es un mito. Las ciencias exactas requieren como fundamento el vacío, la misma nada de la que el creador extrae el milagro del mundo. Pero el origen de la música no es el cero ni el uno, sino la diversidad de materias que armonizan sus vibraciones tras el choque o el roce. Su cometido más alto no es ratificar el señorío, sino demostrar que los cálculos del poder no son exactos.

El individuo aislado por el hábito electrónico sólo puede reconstruir sus vínculos equilibrando el uso de las herramientas básicas del conocer: la potencia del número, ciertamente, pero también el valor de la palabra que aprende a respetar los silencios, la gama de colores en que se descompone la luz y la intensidad de la emoción musical. Es preciso ensayar desde edad temprana el sentido de la proporción visual o sonora, la danza que nos enseña a jugar con la ley de gravedad. El que rehúya por timidez el gesto visible ha de encontrar su forma secreta de danza. Las ciencias exactas y la tecnología no extraen su razón de ser sino de las humanidades y de las artes que con facilidad se inclinan ante su temible eficacia. No hay constitución prometedora si no cuida dicho equilibrio en un proyecto que atraviese generaciones, por encima de conflictos históricos e incluso de la necesidad de resolverlos. 

La diversidad ibera proviene de una delimitación geográfica definida entre los cuatro puntos cardinales: extensa costa y mapa fluvial aptos para el arribo de muchas naves. Es un atavismo que la política no ha aprendido a sobrellevar. Alimenta el afán de apropiación y las rivalidades, se resiste a los procesos de unificación imperiosos y ante ella fracasan las dinastías. Entretanto, la música y las lenguas tejen un tapiz sonoro que enlaza variaciones graduales con formas extrañas. Las lenguas admiten, dado el refuerzo de la defensa y de los programas de enseñanza, delimitación fronteriza. No así la música, que a menudo se complace en trabar complicidad con los cantos del enemigo. La pervivencia histórica de las lenguas genera franjas donde los préstamos forman un espectro continuo, a la manera del arco iris. Por debajo de la diversidad étnica, cultural y lingüística, tanto como de la unidad forzosa, las leyes que traman el tapiz sonoro peninsular e isleño parecen indescifrables y se renuevan con aire de fatalidad. Heráclito el Oscuro decía que la armonía profunda es más poderosa que la aparente.

El canto popular soporta misteriosamente las transformaciones sociales, alivia el envenenamiento secular de los conflictos y contradice el falseamiento mediático de nuestros días. El éxodo rural masivo no ha impedido que algunos folcloristas de nueva generación visiten a los ancianos informantes, protegiendo no sólo géneros tradicionales y rasgos de estilo locales, sino la conciencia de su poder de traslación y su capacidad para dialogar con los géneros modernos. Un ejemplo reciente a considerar: Noró, de Xabier Diaz y as Adufeiras do Salitre. El contagio eléctrico afroamericano, por su parte, una vez pasada la aceleración de la moda, sigue instando a compartir sensaciones de otro mundo y de otra lengua como si fueran sustancias de raíz, dura lo suficiente como para despertar acentos interétnicos que resuenan en Iberia desde el fondo de los siglos. 

Como un arco tendido desde el Nuevo Mundo, lo afrolatino se descubre amarrado al extremo occidental de Europa con doble vuelta: una vez, cuando los esclavos africanos contaminaron la música de al-Andalus para atraer a los poetas norteños e invadir las letras del Siglo de Oro; otra, cuando la música popular reconoció por fin, a finales del siglo XX, el linaje de los sones que desde tiempo atrás rehacían la travesía atlántica en un sentido y otro. De ahí en adelante, la joven música popular española se presenta en oleadas entre las que cada década se repite el cortocircuito: cada generación entrega los trastos ante la dificultad para ganarse la vida con el oficio, pero cierto hilo continuo asoma de nuevo y deja ver un dibujo a medio hacer en el telar sonoro.

Prendiendo mecha por las dos puntas, el flamenco indaga la ruta que conducía a la fragua de los ancestros, a la vez que juega con la chispa de la nueva sonoridad. Se ha hecho consciente de las claves que lo emparentan con la negritud, mientras se adueñaba de la libertad de los poetas. Busca en los fonogramas el rastro de un cante que no debe perderse. Esa tensión es conveniente, porque el flamenco ha sido siempre cuestión de mestizaje. Lo sorprendente es ver y oír cómo de vez en cuando surge la llama del cante puro entre materias dispares. El flamenco proporciona motivos para reflexionar acerca de las esencias folclóricas o nacionales. La etnia gitana, por ejemplo, que tan profundamente incide en su desarrollo, se vio marginada socialmente a la vez que se convertía en modelo de arte y señorío castizos, tal como señalara el antropólogo oscense Rafael Salillas.

Formados en la libertad respecto de estándares norteamericanos escritos con nostalgia del Viejo Continente, los improvisadores hispanos han calado estos fértiles enigmas y aplicado su experiencia al flamenco, a los sones de Cuba y de toda América Latina. No hay joven jazzero que en las escuelas independientes no practique falsetas y tumbaos. Se produce así un fenómeno de reasunción de lo propio a través de lo foráneo. Las armonías enriquecidas y los ritmos de Brasil forman parte desde hace tiempo del repertorio, aunque sin conceder demasiada atención a la cercanía de las músicas lusófonas. Portugal era ya un modelo de musicalidad para nuestros poetas clásicos, como lo sigue siendo para los contemporáneos (hace unos años lo decía Gamoneda), pero no se entiende que los músicos populares vivamos de espaldas a nuestros colegas vecinos. 

A menudo lo inmediato resulta más distante que lo que viene de ultramar. Pueblos colindantes reclaman como don particular la aparición de la divinidad bajo distintas advocaciones. Un tejido próximo amenaza la individualidad e irrita la sensibilidad de la gens propia, cuando ésta codicia privilegios que sólo el fanatismo justifica. No es indispensable cuestionar el mapa de las identidades nacionales, todo gasto de energía en esa dirección puede resultar a la larga superfluo y poco atrayente. Otra cosa es el enigma de la trama musical entre pueblos separados por la distancia, por una línea fronteriza o por el encono duradero. Un proyecto de unidad no impuesta, en el límite de lo posible, poético-musical antes que objeto de especulación política y económica, sería un reto de altura lanzado a las futuras generaciones. 

El fenómeno más novedoso de nuestro medio musical es el interés que muestran las orquestas clásicas por reinterpretar el repertorio de algunos artistas populares. Viene marcado por la necesidad de mantener extensas plantillas y la infraestructura de sus sedes, sin limitarse al abono del público musicalmente educado (por desgracia, al parecer, insuficiente), ni depender únicamente de la subvención azarosa, que dificulta programaciones de largo alcance. Además de sus motivaciones materiales, este fenómeno tiene hondo significado cultural, pues implica la cooperación entre conservatorios clásicos y nuevas escuelas de música popular, así como el diálogo entre generaciones y músicos de origen y lenguas diversos. 

Los jóvenes integrantes de las orquestas, capacitados para las partituras más difíciles, también escuchan música popular, visitan la discoteca, forman sus propios grupos de jazz alternativo. Armonizan con veteranos circunspectos, algunos de los cuales se ven obligados a jubilarse en plena posesión de su arte. No debieran sobrar entre nosotros músicos buenos. Es elevado el porcentaje de instrumentistas de proveniencia extranjera, principalmente en las secciones de cuerdas, con predominio de los eslavos. Igual de significativa es la presencia de músicos de viento originarios del Levante español, donde cada pueblo educa por tradición a los chiquillos para integrarse en la banda. ¿Por qué no han de seguir su ejemplo otras regiones en la tarea de formar las distintas secciones de la orquesta? 

Para asegurar la asistencia de público y una sensación de éxito que justifique sus elevados costes, las producciones operísticas y sinfónicas se vuelcan a menudo hacia lo espectacular, parecen poner el efectismo visual y la performance escénica por delante de la sinceridad musical. Una parte del público dispuesto a costear carísimas butacas aprecia la espectacularidad como si fuera el colmo del buen gusto, pero la música saldría ganando si hubiera más público educado en la tradición antigua, clásica y contemporánea, aunque sólo pudiera pagar localidades de escasa o nula visibilidad. Hasta en el terreno musical por excelencia, las señas visibles se imponen sobre el oscuro campo del sonido. La intensa luz de Iberia exalta el sentido de la vista, devuelta al cielo por la arena reflectante de sus playas, semejante al aura de los santos, pero ciega e impide prestar atención a lo que acontece en penumbra.

Uniendo extremos opuestos de lo natal y de lo foráneo, de lo popular y de lo culto, el tapiz sonoro hispano se renueva en su invisible telar. Somos especialistas en el oficio de tejer trama y urdimbre sonora. ¿Por qué no nos dedicamos a cuidarla más allá de la murmuración o el vocerío? ¿Qué nos impide reconocernos? ¿Es el falseamiento de la realidad convertida en espectáculo lo que nos descompone el gesto? Hasta hace poco los profesionales de la comunicación acogían a los artistas –no sólo músicos– en sus espacios. Hoy controlan la imagen de actualidad, se promocionan entre ellos, los cantantes son requeridos para hacer de presentadores, de entrenadores y jueces del talento domesticado. Abundan comentaristas que maltratan la gramática, tergiversan el dato histórico, hacen gala de opiniones interesadas y alzan la voz para acallar al contrario, afincados en la urgencia de conflictos que ellos mismos contribuyen a enrevesar. Los minutos publicitarios aumentan al amparo de la falsedad, mientras las escuelas públicas de música y danza se quedan sin presupuesto. Son el humilde campo de batalla de una revolución cultural indispensable.