Cuaderno


14 de mayo de 2008

El Jazz & Heritage Festival de Nueva Orleans

Se celebra cada año en abril desde 1970. A su primera edición asistieron solamente 350 personas, entre ellos Mahalia Jackson y Duke Ellington. Desde entonces no hizo más que crecer en tamaño, cantidad de visitantes (hasta cientos de miles) y prestigio. Tras el éxodo forzado por Katrina en 2005, los músicos de la ciudad y sus alrededores empiezan a regresar ahora, a veces para contemplar los restos de sus pobres viviendas abandonadas. La edición de 2008 ha realizado un esfuerzo para recuperar el brillo de los mejores días del Jazz Fest.

El viajero cansado de vuelos y aeropuertos, aturdido por la longitud artificial de la jornada, toca fondo cuando de noche alcanza la orilla del Mississipi. El rito del agua turbia, que corre ajena a los brillos de la ciudad, prepara para las impresiones del día siguiente. Cuando el Jazz Fest abre sus puertas en la mañana del viernes 25 de abril, la carpa de Gospel arranca con el impacto de las Voices of Distinction. Uno entiende de golpe por qué está aquí, a través de un montón de historias que despiertan en la memoria.

De ahí en adelante se trata de acumular impresiones musicales, cuantas más mejor, sin dejar que se fundan en el caos. En el Jazz Fest se pueden escuchar las huellas vivas del blues del delta, “brass bands” tradicionales y modernas, el mejor jazz contemporáneo, gospel auténtico, lo que queda del mítico r&b, el soul y el funk de Crescent City, rock y country, el zydeco más caliente, los cánticos de los “mardi gras indians”. Y las mil facetas caleidoscópicas en que se aproximan sin pudor unos estilos de otros.

Hace falta un poco de disciplina para llevarse el máximo de música del Jazz Fest, optar por nombres poco conocidos huyendo de los escenarios grandes, y cuando en estos la música suena como debe, contentarse con veinte minutos de Stevie Wonder, de Alison Krauss con Robert Plant, de Costello con Toussaint, de Dr. John, para no perderse otro ratito de Al Green, de Burning Spear, de Richard Thompson, de Deacon John o de Steel Pulse. Caminar por el barro tras el diluvio que suspendió el concierto de Voice of the Wetlands All-Stars (Tab Benoit, Dr. John, Anders Osborne, Ciril Neville, Monk Boudreaux) para volver a pillar a este Big Chief de plumaje rosa haciendo citas de Jimi Hendrix en un escenario menor, ante un público salpicado hasta la cintura. Aguantar la lluvia llenándose de la voz de Irma Thomas. Dejar a la Derek Trucks Band para asistir al momento culminante en que los Neville Brothers vuelven a unirse para cerrar el festival, mientras empieza a caer el sol.

Una manera de no extraviarse es, desde luego, no alejarse mucho de la zona en que se sitúan las carpas de gospel, de blues y la de la WWOZ dedicada al jazz: refugio siempre seguro. Cerca ponen unos daiquirís suaves (preferibles a la cerveza rancia al cabo de colas interminables) y el mejor pato en barbacoa con “red beans & rice” del recinto.

Al cabo de la última edición del Jazz Fest se puede uno hacer cierta composición de lugar. Del mítico r&b fabricante de hits quedan restos dispersos, aunque las brasas se sienten por todas partes. Art Neville casi no levanta la voz, tras un año en la cama. Aaron afirma su falsete rico y amanerado en varios escenarios. Cuando cantan a dúo suena algo especial, con una veracidad que fascina. Eddie Bo se mantiene tocando viejas canciones con frescura y buen humor. Dr. John, según le pille el día, libera con más o menos ganas su conocimiento de todos los estilos de la ciudad.

La herencia del funk, otrora picante, de Nueva Orleáns suena algo espesa por el reciclaje de los ex-Meters y acompañantes empeñados en la fusión. La síncopa buena está en manos de las nuevas “brass bands” que funden compás de “second-line” con mambo y pegada rockera (Rebirth, Dirty Dozen, Soul Rebels, New Birth, Hot 8). Resulta muy interesante compararlos con las bandas tradicionales, como la del Preservation Hall o la del barrio de Treme. El gusto exquisito de los octogenarios comunica con la agresividad de las bandas jóvenes a través del compás. La misma verdad late en unos y otros, a eso se le puede llamar herencia auténtica.

La música cajun, el zydeco, con sus diversos grados de proximidad al blues y al rock, con su mezcla de inglés y francés criollo, salpica desde el acordeón y la “washboard” ritmo en todas las direcciones. El canturreo reiterativo de los “mardi gras indians” (que no suelen ser indios, sino negros disfrazados de carnaval, en sociedades que celebran la vieja hospitalidad de los indios con los cimarrones) integra también toques de funk, de rock, de “second-line”.

El soul de calidad sigue más vivo en la voz Bettye LaVette, en la experiencia de cuatro décadas de Tower of Power, que en los grandes solistas subidos de tono. El blues o el R&B campesinos, James Cotton y Snooks Eaglin, Lil´Buck Sinegal, mantienen su magia indiscutible, ahí es donde se percibe una corriente comparable a la del río. En cuyas orillas destella el mejor jazz. No sólo las voces de Germaine Bazzle, Diana Reeves, Cassandra Wilson y Bobby McFerrin (con Chick Corea), sino particularmente la escuela local de instrumentistas. El pianista Ellis Marsalis, padre de la conocida saga, se hace acompañar de alumnos que aplican su enseñanza elegante con precisión. El saxofonista Donald Harrison pone un fuego en escena que se comunica al público como en un concierto de rock. Todo el jazz de Nueva Orleáns tiene esa característica comunicativa, que se salta la actitud distante de los viejos “hipsters”.

Culminantes dos conciertos de fín de jornada en esa misma carpa de la WWOZ: Irvin Mayfield con la New Orleans Jazz Orchestra, convirtiendo la abstracción y el virtuosismo de sus magníficos solistas en juego compartido. Y Terence Blanchard con la Louisiana Philarmonic Orchestra, desarrollando la hermosa música compuesta para el documental de Spike Lee sobre el Katrina, ante un silencio sagrado, roto únicamente por la lluvia, violenta y familiar.