Cuaderno


29 de septiembre de 2008

Escrito en el ordenador, I: Un libro abierto frente a la pantalla.

Asistimos en nuestros días a una transformación tecnológica que pone a prueba nuestro medio más básico y elaborado de expresión: el lenguaje. Tras el revuelo provocado por la rápida difusión en la red de los mensajes escritos, de los registros sonoros y audiovisuales, nos inquieta el devenir de la lectura y la escritura en la pantalla del ordenador, las posibilidades de subsistencia del libro, que hasta hace poco más de un siglo fuera –junto con la tradición oral– el único registro del pasado de la humanidad.

El libro preserva mayor independencia y movilidad que los aparatos que requieren conexión a la red eléctrica: esta evidencia es rápidamente cuestionada por la creciente autonomía de ordenadores y discos duros. Otras características del libro parecen mantener su carácter, no obstante, frente a la miniaturización y al aumento de capacidad de memoria de los nuevos soportes.

La imprenta y la técnica del plegado del papel –alabada en su enigmática sencillez por el poeta Stéphane Mallarmé– permiten la fabricación en serie de objetos singulares, que se adaptan con facilidad a la mano y al ojo, a nuestro entorno doméstico. Los libros habitan el espacio público y privado con la gravedad de objetos que tienen nombre. Combinando gravedad y ligereza, son capaces de preservar información singularizada, al alcance de la memoria, que puede ser reeleborada por la imaginación y puesta en circulación a través del habla. Remiten directamente a su medio de origen: el lenguaje compartido, el pensamiento individual.

No ocurre lo mismo con los textos en formato digital, que requieren mediadores técnicos y nos sujetan a ciertas obligaciones, pese a su aparente liberación con respecto a censuras e inquisidores. Cunde por otro lado la sospecha de que la primera generación educada frente al ordenador dialoga poco, reduce las funciones del lenguaje a servir de instrucción para otros cometidos, en pos de impulsos más veloces.

El libro es un formato que mantiene cierta proporción entre lo público y lo privado, cierta adecuación del cuerpo y la inteligencia individuales a las aspiraciones colectivas, obtenida a lo largo de los siglos en un costoso –a menudo sangriento- proceso de selección de la información. Los ordenadores en cambio desconectan al usuario de las fuentes de producción (materias primas, patentes, códigos de programación) y establecen entre los ámbitos de lo privado y de lo público la máxima desproporción, pues tienden a conectarnos en solitario con una red planetaria.

Aportan indudablemente una ampliación substancial del volumen de información almacenable y disponible, al tiempo que la posible edición continua de la misma. Cada usuario puede guardar en su disco duro, tener a su disposición a través de la red, una cantidad ingente de datos, que tiende a igualarse con el volumen total de los registros impresos, grabados o filmados a lo largo de la historia. Pero resulta poco probable que tal cantidad de información sea efectivamente usada o asimilada. Conviene subrayar que la información nos interesa únicamente cuando implica una relación activa con nuestro entorno.

Lo que realmente condiciona el proceder de los usuarios de las nuevas tecnologías es la atención prestada al soporte electrónico. Se ha producido una democratización de los medios de comunicación que no afecta tanto a los contenidos como a la integración del aparato en el ámbito doméstico, a las posibilidades de comunicación que permite, aunque ésta sea imprecisa y superficial. Está por ver que esta democratización técnica desemboque en una comunidad de pensamiento inteligente, o ayude a fortalecerla. ¿Nos acercamos a una encrucijada en la que las ventajas de la comunicación pudieran resultar menores que sus inconvenientes?