Cuaderno


25 de febrero de 2017

Informe para la memoria preparatoria del estatuto del artista y del creador

A petición de la JUNTA DE AUTORES DE MÚSICA.

Mis actividades como intérprete y compositor de canciones se desarrollan en el marco del pequeño equipo de trabajo de LA HUELLA SONORA S.L., oficina independiente que se ocupa de todos los trabajos de producción, edición, administración, contratación y diseño que conciernen a mi obra, en el que se mantienen tres nóminas que cubren horarios a tiempo completo y un sueldo más como autónomo, que me corresponde como administrador de dicha sociedad, registrada a mi nombre. 

Mantener dichos puestos de trabajo durante los últimos años, correspondientes al periodo de crisis, recortes y subidas de impuestos generalizados en España, ha supuesto un esfuerzo considerable, que nos ha llevado a sobrepasar con frecuencia el límite razonable de los desafíos creativos y físicos, pero supone un logro del que nos sentimos orgullosos, en un medio en que no pocas empresas como la nuestra se han visto obligadas al cierre o a la reducción de personal y de jornada.

El hundimiento de las ventas de los soportes fonomecánicos, junto con los derechos de autor asociados a ellos, ha corrido en paralelo con el endeudamiento progresivo de la mayor parte de los ayuntamientos, de los que depende en nuestro circuito el grueso de la contratación de conciertos, debido muchas veces a prácticas discutibles, cuando no fuera del marco de la legalidad. Los cachés incrementados artificialmente hasta límites absurdos durante muchos años, correspondientes a los artistas que gozan del apoyo de las empresas multinacionales y de los medios de mayor audiencia, favorecidos por un sistema público de contratación de fiestas patronales que delega habitualmente en agentes comisionistas, han contribuido decisivamente a dicho endeudamiento, cerrando puertas a muchos artistas cuya apuesta creativa no encaja en los canales mayoritarios y afectando de manera muy particular a los nuevos creadores. 

El papel de las sociedades de gestión de los derechos generados por los productos culturales constituye un capítulo delicado entre los problemas que nos afectan. La Sociedad General de Autores y Editores, en particular, ha sufrido un desvío paulatino que ha pervertido el concepto mismo de autoría, poniéndolo en manos de las editoriales creadas al amparo de las empresas multinacionales y de los grandes grupos de comunicación que, gracias a una manipulación calculada del voto mayoritario y de los estatutos societarios, han conseguido desviar partidas enormes de derechos hacia unas pocas manos que poco o nada tienen que ver con la creación de contenidos.  

La pérdida de bienes culturales que todo ello supone se ha agravado aún más con las subidas de impuestos, que en nuestro sector tienen un peso desproporcionado, en comparación con otros sectores: el IVA cultural y el impuesto de sociedades. Se discute a veces que el IVA que afecta a las producciones culturales tenga que ser favorecido en comparación con productos o servicios de primera necesidad, sin tener en cuenta que quien consume alimentos a diario o va una vez al mes a la peluquería raramente adquiere un disco o paga la entrada a un espectáculo con frecuencia comparable. Las producciones culturales son difícilmente rentables, si no disponen del apoyo de los medios masivos. La mayor parte de las iniciativas privadas hoy en día son deficitarias o alcanzan a duras penas el límite de amortización. La rebaja del IVA cultural es imprescindible para que los hijos de quien fabrica el pan o regenta un pequeño comercio puedan llegar a disfrutar de bienes culturales dignos de ese nombre.

En cuanto al impuesto de sociedades, resulta incomprensible la desproporción entre lo que le toca pagar a un pequeño autónomo y lo que tributa una gran empresa. La excusa de que una gran empresa genera más puestos de trabajo que una PYME no es válida, porque el conjunto de las PYMES genera más puestos de trabajo y reparte más riqueza que el conjunto de las empresas del IBEX 35. La única explicación posible es la facilidad con que se apañan de un plumazo las cuentas macroeconómicas gravando tanto al conjunto de trabajadores y parados, como al de las pequeñas y medianas empresas –que constituyen la mayoría del tejido productivo– a golpe de decreto-ley, en tanto que se favorece de manera vergonzosa a los grandes empresarios cercanos a las élites de poder.

Estos temas fiscales, que afectan a la mayoría ciudadana, tienen una incidencia más profunda en el ámbito de la creación cultural, dadas los conflictos específicos propios de nuestro sector. Es obvio que no se trata de reclamar favoritismo alguno para los artistas, sino un estatuto de dignidad profesional que iguale sus posibilidades de desarrollo en relación con otros oficios y deje abiertas esas posibilidades tanto a los creadores inventivos como a los que repiten las fórmulas más comerciales, al dictado de los medios que controlan las mayores audiencias. 

El éxito y la fortuna del artista no son legislables: dependen del gusto público variable o del esfuerzo continuado durante décadas, pero sí son legislables las condiciones mínimas de supervivencia que permitan a los artistas sostener su reto durante tiempo suficiente para madurar su obra. Muy al contrario, llevamos décadas observando como una generación tras otra abandona los útiles de la creación artística por imposibilidad de acceder al público, dado que los medios mayoritarios están bloqueados, en manos de intereses muy restringidos.

Los nuevos medios de difusión a través de la red, por su parte, no garantizan al usuario sino la inmersión en un marasmo de datos en los que apenas tiene ocasión de detectar una pista adecuada a sus intereses, si no sigue la sugestión publicitaria de los medios más influyentes, o el consejo particular que se transmite de persona a persona. En este último caso, es determinante la posibilidad de cultivar criterios de selección capaces de detectar y fomentar la riqueza cultural independiente de las campañas de propaganda, pero esta posibilidad tiende a desaparecer si se ahogan las empresas culturales más novedosas o arriesgadas.

La protección de los bienes culturales está directamente relacionada con la educación, en el seno de las familias tanto como en la escuela y en los medios de comunicación. Un país que no protege el pasado y el futuro de su cultura es un país que renuncia a la educación. Si el interés mercantil más inmediato y vulgar se impone en los medios de comunicación, si la educación se tecnifica e informatiza en las escuelas sin cuidar suficientemente las formas del lenguaje, las relaciones interpersonales, las disposiciones creativas y la capacidad de reflexionar, al tiempo que en los hogares se abandona la atención de los niños a los diversos soportes electrónicos, la ruina de la cultura está asegurada, así como el caldo de cultivo para una involución hacia los instintos más primarios.

España es un país en que el conocimiento de las diversas tradiciones culturales, lingüísticas, científicas y humanísticas, junto con el respeto por la riqueza del patrimonio histórico y de los entornos naturales, resulta determinante para gestionar la complejidad que nos constituye y nuestro papel en el marco de las relaciones internacionales. La modernización tecnológica iniciada en el último medio siglo debe correr pareja con ese conocimiento y ese respeto, en lugar de inclinarse únicamente del lado del consumo. La difusión masiva de soportes técnicos individualizados debe abrir hueco a los contenidos de calidad, de lo contrario el enorme poder de la electrónica no amplifica sino la banalidad y el mal gusto, convirtiendo la bajeza moral en costumbre. 

Nuestra Constitución reconoce entre sus artículos a la ciencia y a la tecnología, como bienes comunes que deben ser razonablemente protegidos, sin hacer al mismo tiempo mención de las humanidades y de las artes que representan lo más selecto de nuestra tradición cultural. El modelo educativo del pragmatismo norteamericano, favorito de la oligarquía española, que favorece la ciencia aplicada al desarrollo de las tecnologías útiles para las industrias más poderosas, no recoge la complejidad de nuestra historia ni prepara el porvenir en la dirección que conviene a las culturas mediterráneas e iberoamericanas, a cuyos respectivos ámbitos pertenecemos.