Cuaderno


09 de febrero de 2024

Invitación al Círculo de las Musas

Para un escritor e intérprete de canciones, leer el discurso de clausura en un certamen literario conlleva un margen de incertidumbre, como si delante de un campo sembrado no supiéramos en qué surco poner pie. Intentemos avanzar un paso sin dañar la cosecha. Debiéramos ser capaces de cumplir dos condiciones: la primera, aportar alguna idea sobre el modo en que afecta a las letras su conjunción con la música. Volviendo a atravesar el sembrado en sentido opuesto, la segunda condición debiera responder a lo que un cantor puede esperar del cultivo de las letras mismas. 

El verso cantado es mucho más viejo que la literatura. Durante milenios dependió de él la memoria de la tribu. Adoptó sus medidas de la danza y por ello los pies que escanden el ritmo sobre el suelo siguen dando nombre a las unidades métricas del verso escrito, a las que llamamos «pies» aunque se trate de productos manuales. La mano que traza letras sobre el papel y cuenta sílabas con los dedos lleva a cabo una especie de reducción a escala del terreno allanado para la danza por los antepasados. En el medio de la escansión primitiva, el canto fue encajando invocaciones rituales, formas de predicación que concitaban asentimiento, imágenes que capturaban reflejos de la naturaleza y sostenían el diálogo con los espíritus ancestrales. El hechizo de la melodía reiterada, superpuesta al movimiento rítmico, contribuyó a fijar metros durables, creando una esfera de lenguaje selecto que se preservó en paralelo con el lenguaje común. 

Tal es el origen de la poesía y quizá también su destino último: actualizar la vigencia de un mundo imaginario que condensa aspectos enrarecidos de la realidad y reaviva destellos resistentes al paso de los días. Representa una morada alternativa para el ser humano alzada con palabras, pero cimentada en la experiencia musical. La literatura arraiga y extiende su cultivo cuando la escritura se aplica a fijar la tradición oral, después de haber aprendido a manejar sus ingeniosos signos en la administración palacial y en el comercio. Además de representar cosas, las letras permiten que consideremos su disposición variable en el espacio de la fantasía y que nos hagamos conscientes del acto mismo de representar. En lo que toca a nuestra tradición occidental, algunos autores dicen que fueron los antiguos aedos griegos los primeros que tomaron el alfabeto de los fenicios –del que proviene el nuestro– como herramienta auxiliar para construir versos y cantos más extensos, capaces de conservar la memoria del pasado remoto. 

Desde la antigüedad hasta nuestros días, las canciones ponen a prueba las posibilidades de conjunción del habla con la música, las dos formas artificialmente elaboradas del sonido, pilares del pensamiento que se apoyan en el organismo y favorecen la actividad cerebral con la movilidad propia de la onda sonora. Una de las funciones culturales del sonido –el lenguaje– representa el mundo de acuerdo con las estructuras gramaticales de cada lengua; la otra regulariza la actividad rítmica, sigue las leyes naturales de la armonía y se sujeta a la afinación de los instrumentos musicales. Las artes sonoras –palabra y música–, junto con la danza que es su habitual compañera, fueron personificadas por los griegos antiguos en el coro sagrado de las Musas, hijas de Mnemosyne –la Memoria– encargadas de transmitir los tesoros del pasado a las generaciones futuras.

Llamamos «letra» a las palabras de una canción porque la escritura se usa desde antiguo para favorecer su ajuste con el ritmo y con la frase melódica. Una escritura correcta, sin embargo, no garantiza que las palabras resulten eufónicas. La letra de una canción exige poner en juego la sensibilidad para distribuir los sonidos vocálicos y consonánticos del habla, para configurar las unidades métricas del verso y de la estrofa, para seleccionar imágenes que se presten a construir cierta unidad temática. Requiere el ejercicio de capacidades fónicas orales y auditivas. La escritura facilita el cultivo de dichas capacidades, pero en el contexto de la canción se limita a cumplir una función de herramienta auxiliar. 

El viejo Sócrates insistía en limitar a esa función auxiliar el uso de la escritura. Daba importancia al diálogo directo y veraz, con intención de evitar que sus jóvenes discípulos se dejaran seducir por los ardides retóricos de los sofistas, expertos en el manejo del cálamo. Su propósito llegó hasta nosotros algo trucado, pues en realidad era Platón quien hablaba por su boca, a través de una escritura particularmente habilidosa. La oralidad del cantor popular contemporáneo no tiene el mismo valor que la del sabio antiguo, que era considerado como depositario de un legado divino, pero en cambio la escritura representaba en aquel tiempo la posibilidad inquietante de hacer pasar por verdad establecida un testimonio engañoso, igual que hacen hoy las manipulaciones técnicas de la imagen. La escritura desplazó las formas de registro de la tradición oral –que eran poético-musicales–, lo mismo que las tecnologías digitales desplazan hoy rápidamente la escritura caligráfica. Es razón para pensar que esas artes sucesivamente desplazadas –música y letra– pudieran conjurarse para resistirse a la dilapidación de la memoria colectiva, a su conversión en simples números, a su regresión hacia los usos funcionariales de los signos.

En el cometido de ensamblar letra y música cooperan capacidades orales y escriturales, pero son las necesidades de la sonoridad –y no la lógica del discurso escrito– las que deben prevalecer. Una canción puede resultar atractiva diciendo cosas incoherentes, ajenas a toda pretensión de verdad. El ajuste de la frase al ritmo y de los acentos de entonación a las variaciones de la melodía puede aconsejar que dejemos aparte todo propósito testimonial para optar por el hallazgo afortunado, muy alejado a veces de nuestra intención inicial de transmitir un mensaje. El encaje magnético –digamos– de una canción se produce aproximando elementos de naturaleza funcionalmente opuesta, como son los sonidos significantes de la lengua y las notas musicales que nada significan. En esa heterogeneidad que alcanza unidad expresiva reside el poder seductor de las canciones. Es habitual que, para favorecer el encaje entre determinados elementos de la canción, un autor acepte reducir sus exigencias en relación con otros factores que considera secundarios. Algunos compositores clásicos, por ejemplo, casi tomarían a mal que en sus óperas se entendiese claramente lo que dicen los cantantes, porque suponen que las conveniencias musicales, tímbricas y melódicas priman sobre el libreto, aunque fuera posible respetar la sonoridad verbal sin tener que ceder en calidad musical. La tradición de los lieder, compuestos generalmente a partir de poemas de alta calidad literaria, cuida no obstante la claridad de la dicción, que las técnicas de emisión de las voces impostadas tienden a enmascarar. 

En el terreno menos sometido a normas de la canción popular, para redondear una frase melódica es fácil caer en la tentación de permitirse decir vulgaridades o aceptar incluso la incorrección gramatical. Por acomodar la dicción al ritmo se alteran a menudo los esquemas acentuales de las palabras, así como las curvas de entonación de la frase. A mi modo de ver, estas formas de inadecuación son más preocupantes que la propia falta de coherencia en la letra, si esta suena musical, porque las faltas de adecuación formal obstaculizan materialmente el encaje sonoro, en tanto que la incoherencia aparente de la frase cantada no impide que se produzcan asociaciones y derivas inesperadas de sentido, algunas de las cuales son a veces sorprendentes e incluso reveladoras de una verdad que no parecía estar a nuestro alcance hasta que una canción nos la proporciona. 

La canción se nos presenta de esta suerte como un dispositivo imaginario que combina figuras aleatorias por puro juego, a modo de un caleidoscopio convertido en lente que a veces enfoca facetas insólitas de la realidad. No es que construya la realidad a su antojo, sino que permite observar los antojos de la realidad misma. Es lo que querían significar probablemente las Musas, cuando al pie del monte Helicón dirigieron al rústico Hesíodo estas palabras, que el poeta transmite al comienzo de su Teogonía: «Nosotras sabemos decir muchas mentiras que parecen verdades, pero también podemos proclamar verdades cuando queremos». No tienen por qué ser verdades como puños las que proclame el canto, a veces basta con un soplo que empuja el pensamiento hasta el extremo de la videncia. La inspiración fugaz tampoco garantiza certezas inamovibles, pero en vez de resolver de una vez por todas la ambigüedad que comporta aquella alegre declaración de las Musas, cuando la literatura se esfuerza por relatar las cosas tal como son o supuestamente fueron, rara vez puede evitar deslizarse hacia un disimulado fingimiento que recompone historias, apaña biografías y levanta concepciones sobre fundamentos no siempre fiables. 

Por otra parte, no conviene meter en un mismo saco todas las modalidades de fingimiento que caben en el reducido marco de una canción, que es naturalmente engañosa por pretender representar la vida en pocos minutos. La sospecha que dejan en el aire la confesión emocional o la denuncia social, cuyas buenas intenciones no garantizan el resultado musical, no debe ser confundida con el uso de un lenguaje deliberadamente simplificado por la industria de la canción, cuyo objeto es facilitar la escucha sin esfuerzo, provocar emociones que ni el compositor ni el intérprete necesitan experimentar, por medio de lugares comunes cuya utilidad obedece más a la primitiva función contable y comercial de la escritura que a la estirpe del verso memorable.

La adecuación entre la música y el verbo no se limita a la correspondencia entre las notas y los elementos del habla –fonemas, sílabas, palabras, frases–, sino que provoca la reciprocidad entre diversos planos de actividad física y mental que se realimentan uno a otro: las extremidades del cuerpo interactúan con el aparato fonador, mientras se superponen la función significante y la función instrumental de la voz, que a su vez se relaciona con otros instrumentos musicales. Al juntarse los patrones rítmicos con la melodía que responde a los intervalos de la octava, se genera una sensación global de unidad a la cual se añade eventualmente la coherencia temática –o la incoherencia lúdica– de los significados que navegan en un mar de posibilidades. Gracias a la duplicidad de la voz, el lenguaje se presta a adquirir cualidades musicales que refuerzan su función simbólica; y la música parece a veces expresar justamente aquello que por medio de palabras no alcanzamos a decir. El universo en miniatura de la canción nos recuerda que los seres humanos disponemos de medios para generar unidad entre elementos que en apariencia se oponen radicalmente.

Consideremos ahora el modo en que la experiencia literaria proporciona ejemplos útiles para el autor de canciones. Junto con los estudios musicales, la lectura es el procedimiento más seguro para resistirse a la simplificación mercantil. De la lectura y de la escritura el autor de canciones aprende, en primer lugar, algo acerca de su propio oficio. Descubre luego las tensiones que afectan a la evolución de la literatura a lo largo del tiempo, cuestiones estéticas que a veces se transforman en opciones éticas, en relación con las cuales el oficio de las canciones adquiere mayor perspectiva. 

El antiguo aedo griego reconocía el emblema de su arte en el canto del ruiseñor, que en su lengua era designado con la palabra aedón, proveniente de la misma raíz semántica que aoidós, «cantor» o «poeta épico». Con intención de encarecer las habilidades de su gremio, Homero elogiaba el canto del ruiseñor, que «con abundantes giros reparte en derredor mil resonancias», según dice un hexámetro de la Odisea. La figura del ave musical por excelencia atraviesa la lírica europea medieval y mantiene entre los trovadores provenzales su rol de arquetipo, que culmina en la famosa Oda a un ruiseñor de John Keats, donde el joven poeta romántico rememora el prestigio de la lírica trovadoresca y manifiesta su anhelo de perderse «en la floresta oscura» siguiendo al ruiseñor que «con soltura y voz plena» canta al verano.

Este motivo arcaico reaparece, entretanto, en la lírica medieval española: en el siglo XIII, Gonzalo de Berceo describe, al comienzo de los Milagros de nuestra Señora, un lugar ameno donde escucha «sonos de aves / dulces e modulados», tan seductores que el ser humano nunca oyera «órganos más temprados». El clérigo riojano imagina que el canto de las aves se ajusta a las reglas básicas de la armonía coral: «Unas tenién la quinta / e las otras dovlaban, // otras tenién el punto / errar no las dexaban; // al posar, al mover, / todas se esperaban // (...)». Es decir, guardaban el compás y la manera de «organar» propia del canto gregoriano. Entre tan concertadas aves, el poeta destaca el papel del «roseñor que canta / por fina maestría», mas para compararlo doctrinalmente con el canto «mucho mejor» de los profetas bíblicos. Aun sometida a las exigencias del dogma religioso, la música no deja de hacer acto de gozosa presencia en estos versos, pero estamos lejos de sentir la energía contagiosa del animal emblemático de los antiguos aedos. El arquetipo lírico se doblega ante el hecho de que la poesía está en manos de clérigos que detentan el control de los estudios y del arte de la escritura, lo cual no impide que en ella trasluzca un erotismo impenitente mal sujeto al voto de castidad, pero el pecado de la carne obtiene perdón por la gracia de la Madre Misericordiosa, cuya loa entona Gonzalo de Berceo con arte dulce e ingenuo.

El dominio clerical de la literatura en lengua española proyecta su sombra a través del Renacimiento, del Siglo de Oro y de la Ilustración hasta el siglo XIX, cuando entra ya en conflicto con las letras liberales abiertas al influjo extranjero, principalmente francés. Pero desde la Edad Media se producen desvíos al límite de la herejía. En el siglo XIV, Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, escribe «muchas cantigas de dança e troteras» –relativas estas últimas a las viejas recaderas de amores, como el personaje de la Trotaconventos–, haciendo vida holgada de juglar, pese a su condición eclesiástica. Dichas cantigas están compuestas «para judías e moras e para entendederas», con las cuales el juglar espera compartir gustos musicales o un arreglo amoroso. Américo Castro mostró que el Libro del Buen Amor incorpora, además de modismos del habla, formas y contenidos zejelescos tomados de al-Andalus. Su oscilación entre el erotismo alegre y el adagio moralizante –entre «loco amor» y «buen amor»– refleja el influjo directo de la cultura judeo-islámica, que el Arcipreste adapta a la sociedad cristiana, saltando de un marco mental a otro sin afanarse por evitar contrasentidos, que de cualquier manera debían de ser, por aquel entonces, el pan de cada día. La originalidad y el dinamismo de esta obra singular provienen de su carácter híbrido. Su influjo se proyecta hacia delante y reaparece en otras piezas cruciales de nuestra literatura, desde La Celestina de Fernando de Rojas hasta La Doroteade Lope. La complejidad territorial, política y cultural de la España medieval condiciona la evolución de sus letras de manera expresa o soterrada, pero en cualquier caso definitiva. 

Una parte sustancial de la tradición lírica española reinterpreta en contrafacta «a lo divino» –dentro de la perspectiva del monoteísmo– el antiguo influjo pagano del coro de las Musas, fuente de un poder sagrado que tan pronto ordena el universo como desordena la psique. Fray Luis de León retoma la idea pitagórica de la música de las esferas celestes, cuyos giros mantienen correspondencia con los intervalos de la octava. En su oda A Francisco de Salinas (eminente organista y musicólogo, catedrático igual que Fray Luis en la Universidad de Salamanca), nos incita a contemplar el medio que recorren las ondas sonoras salidas del órgano de su preciado amigo como si fuera un cristal resplandeciente: «El aire se serena / y viste de hermosura y luz no usada [...]». La virtud de esa «música estremada» es conducir el alma del oyente hacia «la más alta esfera» de donde procede. La obra cósmica de Dios, que es llamado «el gran Maestro», cual si pulsase una «inmensa cítara» produce «el son sagrado / con que este eterno templo es sustentado». El orden universal es entendido como vibración musical proporcionada con la disposición del alma para percibirlo, gracias a los «números concordes» entre ambos, que permiten alcanzar una «dulcísima armonía».

A la vez que atribuye la regularidad del movimiento planetario al Creador –que en su tarea sigue  las trazas del Demiurgo platónico–, Fray Luis preserva la conexión con las Musas helenas, hacia cuyo círculo fragante invita a sus seres queridos: «A este bien os llamo, / gloria del apolíneo sacro coro, / amigos a quien amo / sobre todo tesoro, / que todo lo visible es triste lloro». El bien es para Fray Luis, por tanto, un fenómeno invisible guardado en cofre musical. En un mismo poema se juntan dos conceptos de sacralidad que en cualquier otro lugar resultarían incompatibles: creacionismo cristiano y politeísmo pagano. El arte de las Musas parece capaz de remediar las penas del mundo sin aguardar redención ultraterrena. No resulta extraño que Fray Luis sufriera condena de presidio dictada por la Inquisición, aunque el motivo directo fuera haber traducido el Cantar de los Cantares del hebreo, sin pasar por la Vulgata latina, reavivando suspicacias que ya debían de cernirse sobre su cabeza a causa de su linaje converso.

Esta frecuentación de las Musas –o de los Olímpicos que dan nombre a los planetas– contrasta con la candorosa simplicidad de Gonzalo de Berceo, cuya devoción por Nuestra Señora se expresa en sentimiento llano. Al tiempo que traductor de los clásicos y refinado poeta, Fray Luis era teólogo versado en astronomía. Su manera de dar por sentada la coexistencia de la tradición grecolatina con la fe cristiana es propia de un poeta culto de su tiempo. Se opone también al modo en que Juan Ruiz salta con agilidad de juglar sin tender puente entre mundos paralelos: de un pasaje de contenido lascivo a una rogativa piadosa. En tiempos del Arcipreste, cristianos, moros y judíos conviven, si bien no confundidos, y la poesía popular refleja rasgos de unos y otros sin detenerse a explicitar los procesos de contaminación lingüística y poético-musical subyacentes. Ya en tiempos de Fray Luis, en cambio, la Reconquista ha concluido, los judíos han sido expulsados y la refinada amplitud del verso italiano ha dado nuevo fruto en manos de Garcilaso y de Boscán. Lo que queda de influjo medio-oriental en el corazón del catedrático agustino ha tenido que pasar por no pocos filtros.

Con la sublimación de la armonía en Fray Luis de León va de par su rechazo de la ansiedad mundana, del afán de fortuna de quienes «de un falso leño se confían» y «la mar enriquecen a porfía» con inútiles lingotes de oro y plata o con sus propios despojos. Se pregunta Fray Luis: «¿Qué vale el no tocado / tesoro, si corrompe el dulce sueño / (...) / y deja en la riqueza pobre al dueño?». Codicia y «sed insaciable / de poderoso mando» son obstáculos en el camino hacia el bien anhelado: la serenidad que el poeta espera hallar en el retiro de su huerto, donde le aguarda de mañana el canto de las aves, como a Gonzalo de Berceo, aunque Fray Luis corrige a su colega riojano llamando a dicho son «sabroso y no aprendido», producto del instinto que el poeta aprecia como don natural, pero distingue de la música estudiosa compatible con su pulcra labor de escritura: «puesto el atento oído / al son dulce acordado, / del plectro sabiamente meneado». 

Alumno de Fray Luis en la Universidad de Salamanca fue Juan de Yepes, ordenado en el Carmelo como Juan de Santo Matía, que más tarde se haría llamar Juan de la Cruz vuelto ya carmelita reformado. Hijo de hidalgo caído en la pobreza rural castellana, halló asilo en la piedad, camino en el estudio de las letras e impulso en la oposición de su propia congregación a su talante inconforme y severamente disciplinado. También sufrió prisión –en Toledo– que no hizo sino acendrar su anhelo de vuelo místico, hasta que huyó por los caminos de Andalucía. La música para él tenía dos vías opuestas, pero íntimamente conectadas: una era el «cántico espiritual» que el alma contemplativa, en su anhelo de elevación, escucha como clamor en el fondo del silencio, «música callada» o «soledad sonora» que ensalza la gloria del Creador a través de sus creaturas; la otra era el manejo musical del verso aprendido del villancico popular, del lirismo profano de Garcilaso, depurado finalmente hasta alzarse como «pájaro solitario» que da la espalda a todo objeto amoroso distinto del Ser Supremo. Erotismo tan elevado y encendido no se encuentra sino en los precedentes iluminados de al-Andalus, en el sufismo de la escuela almeriense del siglo IX y en su continuador Ibn-Arabi de Murcia, tal como enseñó Miguel Asín Palacios. Nuestra secuencia poética castellana, tendida como una constelación desde la Edad Media hasta el Renacimiento por cuatro clérigos que brillan como luceros, incita reiteradamente a volver la vista hacia el sustrato de la España interétnica, encrucijada de religiones enemigas. El autor de canciones en nuestra lengua tiene aquí motivos de sobra, tanto materiales como espirituales, para cavilar a la espera de su propia inspiración.  

En seguimiento de lo que una canción popular puede compartir con las mejores letras, hagamos una rápida incursión en un periodo significativo de la literatura francesa del XIX, al cabo del cual el oficio de escribir se convierte en «nuevo mito». La literatura obtiene del mito antiguo un privilegio que es fruto de una cierta usura, porque la energía del mito proviene de un estadio anterior al desarrollo de las letras, en el que la poesía no se desligaba todavía de la práctica musical. Al aludir con frecuencia a los significados más oscuros del mito antiguo, los escritores no hacen sino alimentar el mito de la literatura misma, sirviéndose de una materia prima que no es estrictamente literaria. La literatura emerge como valor mitificado tras varios milenios de servicio no del todo consciente de su potencial. Llegado el Romanticismo, se adentra decididamente en las turbulencias del alma humana, que los clásicos habían contenido ante el umbral de la forma proporcionada. El crecimiento desmesurado de la ciudad industrial, junto con el afán de lucro de la burguesía emergente, empujan al poeta romántico a buscar refugio entre los fantasmas del señorío medieval. La literatura representa en este punto un reducto sagrado para el culto a la imaginación y una vía de escape desde la convención social hacia los infinitos presentidos en contacto con la naturaleza. La orgullosa afirmación romántica de independencia no la convierte todavía, sin embargo, en medio para la exaltación de sí misma. Su transformación en valor de cambio eminente se produce en el paso del Romanticismo al realismo y tiene que ver con la difusión de la letra impresa por medio de la prensa periódica, donde cobra realce el retrato de las pasiones urbanas que exceden el marco de la sensibilidad –todavía romántica, pero ya edulcorada– cultivada en los salones, donde el poeta joven representa anhelos que no tienen cabida en las costumbres aristocráticas o burguesas. La literatura folletinesca renueva y amplía las posibilidades de difusión del libro, cuya fortuna pasa a depender del respaldo de la crítica.

La obra de Balzac deja constancia de esa transición, especialmente en las novelas que relatan el desvío de la ambición poética hacia los deseos de influencia pública, de promoción social, de riqueza y de vida placentera, para desembocar en los aledaños del poder, con la ayuda indispensable de la prensa. En un prefacio a las Ilusiones perdidas titulado «Balzac y el mito de París», el escritor y sociólogo Roger Caillois argumenta que el poderoso autor de La comedia humana fue uno de los primeros en admitir la existencia de los «mitos modernos». Y llega a la «grave conclusión» de que, tras la degradación del Romanticismo hacia el tópico sentimental, el realismo crudo de Balzac contribuyó decisivamente a la configuración del singular «mito de París», que «anuncia extraños poderes de la literatura», convertida a partir de entonces en una «fuerza social». La novela realista sería así promotora del nuevo mito de la urbe luminosa donde acontece el drama –entre otros muchos– de la búsqueda a cualquier precio de la fama literaria. ¿Pero no será más cierto justamente lo contrario, a saber: que las energías desatadas en la gran urbe, consecuencias de la aceleración histórica provocada por el colonialismo, la revolución industrial y la especulación financiera, terminan por configurar el «nuevo mito» de la literatura misma?

La prosa de Balzac exalta con aplicación deliberada el imperio de las pasiones comunes, se propone hacernos sentir el vértigo del dinero, el caudal enloquecido del gasto superfluo, el incremento de las deudas contraídas que pesan como una losa sobre los destinos de quienes se desviven por la posesión de la belleza. Balzac intensifica el gasto hasta el paroxismo para comunicar un desvarío del que él mismo no estuvo exento. Y se complace en llevar la contabilidad al detalle de los caudales que dilapida la pasión desencadenada. Así se constituye lo que Caillois denomina el «mito de París». O así levanta París el mito de la literatura, del que Balzac fue puntual notario. La literatura, en suma, aspira a igualarse con el mito de tradición oral por medio de la intensificación de las pasiones comunes. Más adelante hará lo propio con el terror y con la violencia extrema, como si para ella no hubiera exceso bastante, en competición con las potencias en alza del cine y de la televisión, que acabarán por poner en tela de juicio su reinado.

El poeta Victor Hugo, que desde el estreno de Hernani hasta la publicación de Los miserables vivió en primera persona la transición del verso romántico hacia el relato realista, dijo en algún acto solemne que la gloria literaria viene precedida por el dominio incontestable de la espada. Por mucha reverencia que hiciese ante la gesta bélica, no es probable que Victor Hugo aconsejase emprender otra guerra para garantizar la salud futura de las letras en su lengua. Desde la Revolución hasta el Segundo Imperio, a través de la Restauración, Francia intensifica los mecanismos de exacción, producción, distribución y consumo de bienes que dan lugar a los «nuevos mitos» de París y de sus glorias literarias. En ellos culmina un proceso milenario que en Occidente comienza con la fijación por escrito de los poemas homéricos, momento en que las técnicas de inscripción se hacen cargo no ya de la administración palacial, sino de la memoria del linaje heroico y del relato de sus hazañas. De un extremo a otro de su historia, desde las primeras tablillas de barro hasta la novela del XIX, la escritura sostiene una enigmática relación con la acumulación de riqueza.

La irrupción en la escena literaria francesa de los poetas llamados «simbolistas» representa un giro que apunta en dirección distinta. No es fácil determinar el sentido preciso del término con el que se designa esta corriente de escritores. Hacia 1884, el poeta Stéphane Mallarmé empezó a hablar de las virtudes del «símbolo» en su círculo de allegados. Desde entonces se especula sobre el sentido posible de «unidad sintética» o de «vaguedad sugerente» que el símbolo poético representa. Medio siglo después, en una conferencia titulada Existencia del simbolismo, Paul Valéry llamó la atención sobre el hecho de que no hay rasgo de estilo que permita agrupar el amplio espectro de escritores simbolistas, ninguno de los cuales utilizó el término para designar su obra. ¿Qué tienen en común Mallarmé, Gautier, Villiers de l’Isle-Adam y Laforgue? ¿O los primeros inspiradores de una nueva manera de hacer poesía: Poe, Baudelaire, Rimbaud y Verlaine? Renunciando a definir un marco conceptual para la corriente estética en la que él mismo se incluye, Valéry sostiene que solo un factor negativo la caracteriza: los simbolistas no son clásicos ni románticos ni tampoco realistas. Forman un «cuarto montón» de obras en las que prima el compromiso con la experimentación literaria, junto con el desdén por el éxito inmediato o incluso por la fama póstuma. Ello los sitúa en el polo opuesto del joven poeta arrastrado por las pasiones mundanas.

Valéry rememora los días en que, junto a otros jóvenes discípulos, se acercaba a Mallarmé en busca de un destello de su rara inteligencia, con ocasión de las veladas en que se celebraban conciertos de música por aquel entonces novedosa, como la de Wagner. En 1894, el propio Mallarmé leyó una conferencia, ante las doctas audiencias de Oxford y de Cambridge, titulada La música y las letras. En su prosa meticulosamente encriptada, con técnica semejante a la versificación en metro libre, forzada en cada cláusula sintáctica a la persecución de un sentido a la vez vago y preciso, («el verso lo es todo –decía–, desde el momento en que uno escribe»), Mallarmé comparaba la escritura con la complejidad tímbrica de una orquesta y atribuía a la poesía el cometido de desentrañar el «nudo rítmico» del alma. Tarea siempre inconclusa, porque el «temblor disperso de una página» nunca se contenta sino con «la posibilidad de otra cosa […], una atracción superior como de un vacío […], la noción de un objeto huidizo, que falta». De ese significado en fuga solamente nos proporciona un atisbo la resolución de la «vieja distinción» entre la música y las letras («una partición intencionada con vistas a su reencuentro ulterior»), que no son sino «los medios recíprocos del Misterio». Y el poeta añade: «la Música y las Letras son la cara alternativa aquí ensanchada hacia lo oscuro; resplandeciente allá, con certeza, de un fenómeno, el único, al que he llamado la Idea». La Forma inteligible que iniciara su ascenso supraceleste en los Diálogos de Platón toma nuevo cuerpo como recordatorio de la alianza entre las primitivas artes de las Musas: palabra y música. Pero ahora el verbo rehace su conexión con la música por medio de una escritura refinada y hermética. Mallarmé pretende mostrar que el trabajo literario conduce indefectiblemente al tema huidizo por excelencia: «la dispersión volátil, o sea, el espíritu, que con nada tiene que ver, sino con la musicalidad de todo».

Esta llamada a una nueva reunión en el círculo de las Musas exige compromiso con la experimentación literaria, por la que los simbolistas se desligan del favor de la audiencia numerosa para convocar a un solo lectordispuesto a compartir la atracción del Vacío entendido a la manera de los taoístas, como energía universal. Las letras se deshacen así de su carga milenaria de funciones contables o notariales, sujetas a levantar acta de las pasiones comunes. El espíritu selecto de Mallarmé nos excusará por intentar hacer demasiado comprensibles, quizá, sus intenciones. Pero lo cierto es que éstas no se reducen a lo que Valéry, en su resistencia a dar una definición del simbolismo, designaba como «no sé qué espiritualismo estético» que es el recurso manido de los comentaristas. Cuando Mallarmé publicó su conferencia en volumen, añadió un par de artículos previos acerca de las dificultades comerciales para editar poesía, fuera del apoyo de la prensa que con su influencia consigue suscitar esa «admiración acumulada por muchos lectores» que amplifica el renombre literario e incluso llega a «cautivar al Parlamento». El poeta simbolista se aproxima aquí al propósito realista de la prosa balzaciana. Lamentando sin dramatismo el hecho de que hasta el autor ilustre carezca de remuneración distinta al reconocimiento póstumo, obtenido gracias al celo de unos pocos adeptos jóvenes, Mallarmé proponía la fijación de una tasa a la reedición de las obras más famosas –e incluso a los libros de texto– para hacer posible la publicación de los jóvenes poetas que se atreven a desdeñar la popularidad. Asunto tan prosaico parece tener poco que ver con la elevación de su conferencia. Pero una de las notas al pie con las que el poeta concluye aclara, mediante una fórmula casi mágica, sus verdaderas intenciones: «Todo se resume en la Estética y en la Economía política». En este punto debe volver a su cavilación el autor de canciones.

Desde su nebulosa altura, el círculo de las Musas se ciñe como un anillo radiante sobre lo terreno. Reparemos en el valor que la figura del anillo ha ido adquiriendo en relación con las artes poético-musicales: el coro imaginario de las nueve hijas de la Memoria responde al modelo que ejemplifica Homero, cuando en la Ilíada describe la danza circular de las doncellas cretenses. El joven Platón hizo decir luego a su maestro Sócrates que el poder divino de las Musas se transmite de generación en generación como fuerza magnética a lo largo de una cadena de anillos de metal. La canción misma forma una suerte de anillo sonoro, al juntar letra y música como si fueran las dos partes reunidas del sýmbolon que en la antigüedad servía como seña de reconocimiento. 

¿Cabría imaginar un compromiso semejante al de los poetas simbolistas –una dedicación por amor al arte– en la canción popular contemporánea? No parece cosa probable, pero ante el advenimiento de los nuevos ingenios artificiales que producen mercancía musical prescindiendo de los músicos, quizá no nos quede a los autores de canciones más remedio que la práctica del amor al arte. Otro tanto ocurre a los que todavía necesitan experimentar con la literatura no para hacerse ricos ni famosos ni siquiera con la esperanza de ser publicados y reseñados por la prensa, sino tan solo para hacer la vida más hermosa y más emocionante.

 

Santiago Auserón