Cuaderno


15 de enero de 2013

John Keats: ODA A UN RUISEÑOR

No había leído a Keats hace tan solo unos meses, cuando el poeta Juan Carlos Mestre, tras un recital compartido, me dio un consejo valioso para entender mejor su propio libro La tumba de Keats (Hiperión, 1999): buscar una obra rara y excelente de Julio Cortázar dedicada al poeta inglés (Imagen de John Keats, Alfaguara, 1996), donde, además de acompañarle amistosamente en los avatares de su corta vida, Cortázar reproduce y traduce muchos fragmentos. ¿Por qué ocuparse nuevamente del joven romántico? Las sensaciones intensas que capta nos resultan cercanas, pero acaso sean ya irrepetibles. Hoy la lírica se enfrenta a una naturaleza descompuesta por la precipitación. Es casi un milagro encontrarse durante una hora serena con el canto del pájaro que es emblema del arte musical desde tiempos remotos. Keats contribuyó a idealizar el modelo clásico, pero añadió tintes sombríos, contrastes que prefiguran la sensibilidad contemporánea. He traducido ayudado por la versión de Lorenzo Oliván en la antología titulada Belleza y verdad (Pre-Textos, 1998), tratando de ser más literal, pero sin aminorar su compromiso poético. En la red se encuentran otras traducciones. Para el lector impaciente con las referencias de la mitología: Dríada es una ninfa del bosque, cuya vida duraba como la del árbol en que moraba su espíritu. Flora es la diosa romana de la primavera. Hipocrene, la fuente de las Musas en el monte Helicón, en Beocia (Grecia). Baco o Dionisos, el dios del vino, viajaba en un carro tirado por leopardos ("pard" en inglés antiguo significaba a la vez "leopardo" y "camarada"). En el bíblico Libro de Ruth, la viuda extranjera recoge espigas de un campo israelita, buscando el cobijo del amo. Keats imagina que el canto de un ruiseñor provoca su llanto.
 
 
 

                                      I

Me duele el corazón y un pesado sopor entorpece
mis sentidos, como si hubiera bebido cicuta
o apurado un denso opiáceo hasta el fondo,
hace un minuto, y me hubiese hundido en aguas del Leteo.
No por envidia de tu feliz destino,
sino por ser feliz en exceso con tu dicha,
pues tú, Dríada de alas ligeras de los árboles,
en algún escondite melodioso
de los verdes hayedos, de innumerables sombras,
con soltura y voz plena le cantas al verano.

                                      II

¡Oh, si bebiera un sorbo de la cosecha añeja
largamente enfriada en la profunda cueva,
con el sabor de Flora y de los campos verdes,
las danzas y los cantos provenzales, los goces bajo el sol!
¡Oh, una taza repleta del Mediodía cálido,
llena de verdadera, sonrojada Hipocrene,
con burbujeantes gotas titilando en el borde
y manchada de púrpura la boca;
beberla y, sin ser visto, abandonar el mundo
y perderme contigo en la floresta oscura!

                                      III

Perderme lejos, disolverme y olvidar por completo
lo que tú entre las hojas jamás has conocido,
el hastío, la fiebre, la zozobra de aquí,
donde los hombres se sientan a escuchar lamentos,
donde el temblor agita unas pocas, últimas canas tristes,
donde la juventud se vuelve pálida, delgado espectro, y muere;
donde el solo pensar es llenarse de pesares
y desesperanzas de ojos plomizos;
donde la Belleza no puede conservar el fulgor de sus ojos,
ni el nuevo Amor suspirar por ellos más de un día.

                                      IV

¡Lejos! ¡Lejos! Pues volaré hacia ti,
no en el carro de Baco con sus leopardos,
sino en las alas invisibles de Poesía,
aunque la mente obtusa se confunda y se retarde.
¡Ya estoy contigo! Qué suave es la noche,
acaso esté la Reina Luna ya en su trono
y alrededor todas sus hadas estelares;
pero no hay luz aquí,
salvo la que del cielo viene con las brisas
por entre sombras verdes y sendas de musgo sinuosas.

                                      V

No alcanzo a ver qué flores se encuentran a mis pies
ni qué sutil incienso está suspenso de las ramas,
pero en la fragante oscuridad adivino cada aroma
con el que, acorde a la estación, este mes dota
a la hierba, al soto y al frutal silvestre,
al blanco espino y a la pastoril rosa de la zarza.
Frágiles violetas cubiertas de hojarasca,
y la hija primogénita de mediados de mayo,
rosa de almizcle en ciernes, ebria de rocío,
morada murmurante de moscas en el crepúsculo de estío.

                                      VI

Escucho entre las sombras; cuán a menudo
me he enamorado a medias de la apacible Muerte,
le he dado dulces nombres en pensativas rimas
por que llevara al aire mi aliento sosegado;
ahora más que nunca, morir fuera fortuna,
dejar de ser en mitad de la noche sin dolencia,
mientras tu arte derrama el alma lejos en torno
en esa suerte de éxtasis.
Tú seguirías cantando mientras yo en vano tendría oídos
para tan alto réquiem, vuelto ya hierba y tierra.

                                      VII

Tú no has nacido para morir, ¡oh pájaro inmortal!
Las generaciones hambrientas no te pisotean.
La voz que escucho en esta noche que pasa fue escuchada
en épocas remotas por el emperador y por el rústico;
quizá sea la misma canción que se abrió paso
hasta el triste corazón de Ruth, cuando, nostálgica de su hogar,
se detuvo a llorar en mitad de un maizal extranjero;
la misma que muchas veces ha hechizado
los mágicos postigos abiertos a la espuma
de peligrosos mares, en legendarias tierras olvidadas.

                                      VIII

¡Olvidadas! ¡Palabra semejante a una campana
que dobla para traerme de regreso, de ti a mi soledad!
¡Adiós! La fantasía no puede engañarnos
tan bien como su fama pregona, elfo decepcionante.
¡Adiós! ¡Adiós! Tu quejumbroso himno se pierde
más allá de estos prados, en la corriente silenciosa,
ladera arriba; y se sepulta hondo
en los claros del bosque de otro valle cercano.
¿Fue una visión o un sueño de vigilia?
Esa música ha huido. ¿Estoy despierto o duermo?