Cuaderno


21 de abril de 2008

La extensión de lo posible

La llegada de la primavera en París no se deja sentir realmente hasta el mes de mayo. Una actividad efervescente se apodera entonces de la calle, con una alegría comparable a la explosión de los brotes en el campo. La revuelta de mayo de 1968 sorprendió a la sociedad francesa, pero tenía algo de previsible y natural, como un fenómeno meteorológico. Claro está que la efusión primaveral no es suficiente para explicarla. Fue una especie de tormenta o floración cuyas motivaciones están aún por desvelar.

Para una adolescente de 15 años, pocos días antes de mayo el porvenir se limitaba al horizonte mortecino de una sociedad satisfecha, que parecía querer repetir sus modelos al infinito. En las clases el hastío era la única asignatura en la que buenos y malos alumnos destacaban por igual. En las fábricas no se temía el paro, pero sí tener que pasar el resto de la vida bajo la autoridad abusiva de un mismo patrón. Los jóvenes se rebelaban contra las guerras de Argelia y de Vietnam, se sentían ellos mismos víctimas del imperio de las viejas generaciones que ponían freno a sus aspiraciones de libertad. El movimiento estalló entonces como un cometa resplandeciente en el cielo gris parisino, ahuyentando las sombras de un largo y monótono invierno.

Los estudiantes de la Universidad de Nanterre, abierta sólo tres años antes en la periferia oeste de la capital, se declararon en huelga y ocuparon los anfiteatros. Cuando la policía entró a desalojarlos, los estudiantes salieron a la calle, se vieron ante la posibilidad de convertirse en héroes de novela tras las barricadas, reencarnando el entusiasmo revolucionario de otros tiempos: 1789, 1848, la Comuna de 1871.

"Con el solo poder de la imaginación, la revuelta consiguió plantar cara a las medidas más severas del poder"

La juventud no quería un porvenir asegurado, sino un presente apasionante. El día 10 de mayo, víspera de la noche de las barricadas, el diario Le Monde publicó un artículo firmado por Sartre, Blanchot, Gorz, Klossowski, Lacan, Lefebre y Nadau, en el que los escritores expresaban su solidaridad con el movimiento estudiantil, subrayando el alcance de su rebelión contra la sociedad del bienestar, su denuncia de las mentiras del poder político y los medios de comunicación.
Cuantos se consideraban aplastados por el peso de la jerarquía se sintieron de pronto con derecho a ponerla en entredicho. Del 18 de mayo al 7 de junio, nueve millones de franceses permanecieron en huelga, el país se vio paralizado, las calles de París rebosaban de transeúntes desocupados que soñaban con otra vida. Los trabajadores eran invitados a hablar en las universidades, mientras los estudiantes vendían La Cause du peuple a las puertas de las fábricas ocupadas por los huelguistas.

Los estudiantes rebeldes no se movilizaron sólo para defender los derechos costosamente adquiridos por el movimiento obrero. Querían cruzar los límites más allá de los cuales era posible otra manera de pensar, otro lenguaje, como el de los eslogans que desde las paredes molestaban a la razón con sus paradojas. En una conversación con el líder estudiantil Daniel Cohn-Bendit, publicada en Le Nouvel Observateur, el filósofo Jean-Paul Sartre ponía el dedo en la llaga, extrayendo la idea esencial: “Lo más interesante de vuestra acción es que coloca a la imaginación en el poder. Algo ha salido de vosotros que extraña, que atropella, que reniega de todo lo que ha hecho que nuestra sociedad sea lo que actualmente es. Es lo que yo llamaría la extensión del campo de lo posible.”

Con el solo poder de la imaginación, la revuelta consiguió ocupar durante un tiempo el centro de la ciudad, plantando cara a las medidas más severas del poder, cuestionando la autoridad de los viejos enseñantes, aferrados a sus tesis inamovibles. Tenía un sentido cultural, quería reinventar la tradición. Los jóvenes no se contentaban con saber, pretendían descubrir por sí mismos. Lo que imaginaban era utópico, pero respondía a la naturaleza de las cosas. Su utopía estaba condenada por una fatalidad comparable a la necesidad que la había hecho posible.

"El Mayo del 68 francés es una conquista histórica del derecho a rehacer la tradición del conocimiento"

El brote revolucionario del 68 parisino se repitió en la primavera del 69, del 70, con el retorno del buen tiempo, aunque cada vez más débil. La reacción no tardó en ridiculizar sus excesos evidentes, en cuanto perdió el miedo al fantasma de lo desconocido. Los llamados “nuevos filósofos” le prestaron su lógica obvia y perezosa, denunciando un “goulag” al cabo de toda pretensión revolucionaria, precursores de la disolución del bloque soviético ante los embates de la sociedad de consumo.

La revuelta que desde Nanterre había ganado los venerables muros de la Sorbona fue desalojada de nuevo hacia la periferia, esta vez al este de París. Todavía en 1977 se respiraba en la universidad libre de Vincennes un ambiente heredado del 68: proclamas de todas las causas convivían con los mercadillos. Parecía evidente que el objetivo de la autoridad era que el movimiento se ahogase en su propio humo. Pero el atractivo de Vincennes era la nómina de pensadores de primer orden que allí impartía clases: Deleuze, Châtelet, Lyotard, Schérer.

Retomando lo esencial del razonamiento sartreano, Gilles Deleuze defendía con energía y elegancia la necesidad de preservar el espíritu del 68. Desdeñando el afán de primera plana de los nuevos filósofos, insistía en que lo que puso al general De Gaulle contra las cuerdas no fue un programa de toma del poder, sino un estado de conciencia extendiéndose por las calles como un virus. El fracaso de toda revolución sólo se confirma desde la lógica de quienes la consideran imposible de antemano. Pero el realismo reaccionario es tan paradójico como las pintadas que reclamaban con urgencia lo imposible: tiene prisa por reducir una renovación vital de la conciencia a un fenómeno marginal del pasado.

“Por mucho que el acontecimiento sea ya antiguo, no consiente en quedarse atrás, porque es apertura hacia lo posible. Pasa al interior de los individuos tanto como al espesor de una sociedad. Hubo mucha agitación, gesticulación, palabrería, tonterías e ilusiones en el 68, pero eso no es lo que cuenta. Lo que cuenta es que fue un fenómeno de videncia, como si una sociedad viera de golpe lo que contenía de intolerable y viera también la posibilidad de otra cosa”. En este artículo publicado en Les Nouvelles Littéraires en mayo del 84, bajo el título Mai 68 n´a pas eu lieu, Gilles Deleuze y Felix Guattari sostenían que lo que había fracasado no era la revuelta, sino la sociedad europea en su incapacidad para hacerse cargo de la “nueva subjetividad” que la revuelta expresaba, y que iba a prolongarse, pese a todo, en incontables herederos de una cultura hija a la vez de la universidad y de la calle.

La propia movida tradujo en España a su manera ese nuevo estado de conciencia creadora, quizá mejor que las ideologías izquierdistas. A cuatro décadas del 68, la movida se ha reducido, sin embargo, a un reciclaje de mercancías inocuas, mientras las ideologías de izquierda se debaten todavía con la dificultad para renovar su lenguaje, obstaculizadas por la inercia de los medios.

Conviene por tanto rememorar con nitidez el alcance de aquellos hechos sin precedentes. Nicolas Sarkozy los resume como una imprudente puesta en cuestión del principio de autoridad, que desde entonces no ha recuperado argumentos para educar convenientemente a los jóvenes. Olvida que la educación tradicional, basada desde antiguo en la patria potestad, en la propiedad legitimada por la dominación, había visto puesta en tela de juicio muchas veces su superioridad moral. Forzada a ampliar el concepto de democracia, la autoridad había perdido nuevamente su derecho a la razón, lo había cedido de buen grado en el mercado de masas a cambio de nuevas formas de enriquecimiento veloz.

Desde esta perspectiva, el mayo del 68 francés es una conquista histórica del derecho a rehacer la tradición del conocimiento, a cuestionar públicamente el origen del poder que autoriza a educar, llevando los problemas de conciencia al centro mismo de la sociedad de consumo. Dejó en el aire preguntas a las que no podremos seguir dando la espalda durante mucho tiempo.

Catherine François y Santiago Auserón

Artículo publicado en el suplemento Babelia del periodico El País. Recuperamos el título original y corregimos las erratas.