Cuaderno


07 de noviembre de 2011

Papeles de Malabo: La canción española vista desde la cuna del ritmo africano

Notas para una conferencia que no llegó a celebrarse, programada en paralelo con las sesiones del Taller de Canciones impartido por Santiago Auserón y Joan Vinyals en el Centro Cultural de España en Malabo, Guinea Ecuatorial, los días 29 y 30 de mayo de 2011. Las actividades del Taller y el concierto de Juan Perro en el Auditorio del mismo Centro no dejaron tiempo para su lectura. Desarrolla ideas expuestas en el Taller de A Coruña Son en 2008 y en la Facultad de Filología, Traducción y Comunicación de la Universidad de Valencia en 2009.

1. Las canciones en la era electrónica: devenir mediático de una función social primitiva

Rozar la línea del Ecuador, pisar tierra del Golfo desde donde se embarcó hacia el Nuevo Mundo una cultura rítmica que ha acabado por cambiar el planeta, donde pese a los sinsabores de la época colonial se habla y se canta en español, me permite imaginar como sería un posible renacer musical de nuestra lengua en la misma cuna del ritmo. Se trata de una utopía que en mi opinión merece ser contemplada. Pertenezco a una generación cuya infancia estuvo profundamente marcada por las canciones afroamericanas, mi oficio es investigar el lazo que une el verso en castellano con el ritmo aprendido por medio de una lengua extranjera. Es un lazo profundo y a la vez difícil de entender, porque la historia de mi país esta sembrada de olvidos acerca del origen de sus propios cantos. Comprenderéis mejor lo que quiero decir si empezamos por situarnos en relación con las tradiciones que confluyen en la canción española, remontándonos desde las más cercanas, surgidas al amparo de la electrónica, hacia las más antiguas.

A lo largo del pasado siglo las canciones desbordaron el marco de los folclores tradicionales, pasaron a ser parte del caudal cotidiano de información difundida por medios electrónicos y dieron lugar a la expansión de una poderosa industria de registros musicales. Éstos se convirtieron en factores de comunicación entre culturas alejadas, abriendo los oídos y las expectativas de los oyentes más allá de sus lugares de origen. La transformación comenzó a gestarse a principios del siglo XX, a partir de algunos descubrimientos técnicos muy importantes. El primero de ellos fue la radio: el ejército estadounidense utilizó por primera vez las transmisiones radiofónicas durante la Primera Guerra Mundial y, tras las aplicaciones militares, la patente de la radio fue explotada comercialmente por las grandes compañías de comunicación norteamericanas e inglesas. Aunque la televisión transformó radicalmente el panorama de las comunicaciones a partir de los años 50, la radio había configurado el marco social en el que iba a evolucionar la música popular en adelante, ampliando el alcance de la prensa escrita hacia lo que conocemos como cultura de masas. Fue el primer electrodoméstico que generalizó su presencia en los hogares de las clases medias norteamericanas y europeas, permitiendo la irrupción en ellos de los mensajes publicitarios, que requerían música grabada para anunciar los productos. Los sucesivos inventos del micrófono, del fonográfo y del gramófono, del microsurco, de la alta fidelidad, fueron surgiendo de laboratorios incentivados por un entramado de intereses políticos y económicos que hizo que la mercancía musical se convirtiera en objeto eminente para la difusión pública a lo largo del siglo XX.

Aun condicionados por esa trama, los contenidos musicales y estéticos del mercado de grabaciones siguieron sus propias leyes de evolución, sus modas y sus ciclos, surgidos del encuentro entre tradiciones, capas sociales y etnias a veces en conflicto. Un caso muy particular es la confrontación y la mezcla de tradiciones musicales europeas y africanas en el Nuevo Continente, a lo largo de dos siglos en Norteamérica, de cinco siglos en el Caribe y en el Cono Sur. La aportación afroamericana ha sido determinante en la evolución reciente de la música popular en todo el mundo. En el sur de los Estados Unidos, los cantos de los esclavos negros dejaron un poso intenso que, al expresarse en inglés con ayuda de nuevos instrumentos y reinterpretar los géneros de la canción europea, dio a luz el profundo repertorio del blues del Delta del Misisipí, el jazz a la vez primario y refinado de Nueva Orleáns. Durante la década de los 30, grandes orquestas de swing difundieron por todo el territorio norteamericano las maneras más elaboradas de la música negra y comenzaron a atraer la atención de la clase media blanca. La rítmica sincopada y la inmediatez del sonido, la intensidad emotiva de las melodías, la gestualidad y el argot de los afroamericanos, sedujeron a los jóvenes blancos, sentando las bases de estilos posteriores más populares. 

La escasez de empleo y la dureza de las condiciones de vida de los negros en el sur de los Estados Unidos forzaron la emigración de muchos músicos hacia las ciudades industriales del norte. En Chicago se asentó un fuerte movimiento de blues urbano electrificado. A partir de la Segunda Guerra Mundial, el poder adquisitivo de los afro-norteamericanos –soldados del ejército aliado en Europa o asalariados en los puestos vacantes de las fábricas- se vió incrementado, incidiendo en la demanda de productos de su propia cultura musical. Las listas de éxitos dedican entonces apartados a los géneros llamados “raciales”. En ellas asoman regularmente, en puestos cada vez más altos, desde mediados de los 40, los hits de muchos artistas de color. Este hecho acabó permitiendo la apertura de programas y emisoras de radio, de sellos discográficos independientes, enteramentre dedicados a la música negra. Entre los rasgos estilísticos del rhythm & blues de Nueva Orleáns, al lado de los patrones rítmicos provenientes de las second line de los desfiles callejeros, de las melodías sencillas con sabor de blues campesino, de los versos al acecho de una idea rápida e ingeniosa, hay que contar con la premura de la producción de bajo presupuesto, con la presión de la miseria en las barriadas periféricas, con la atracción de la fortuna rápida. Todo ello imprime a las producciones del género un carácter dinámico, áspero e instintivo, que es el antecedente directo del rock & roll.

Las expectativas de ventas de la música popular de raíz afroamericana se multiplicaron con la posibilidad de que una voz blanca alcanzase el mercado mayoritario imitando sus rasgos de estilo. Elvis Presley vino a confirmar esa posibilidad, agigantando los márgenes del negocio discográfico a escala mundial. El posterior éxito de los Beatles en Europa, su visita triunfal a América en 1964, sentenciarían el predominio del negocio mayoritario sobre los pequeños sellos independientes. A partir de aquí intervinieron en la evolución de la canción popular del siglo XX dos factores nuevos e importantes: uno fue el hecho de que los jóvenes grupos británicos reconocieran como propia la emoción del blues, contribuyendo a hacer mundialmente famosos a artistas que todavía estaban segregados en su país natal. En segundo lugar, la evolución del rock intercontinental se relacionó con los movimientos de rebeldía juvenil que se iniciaron con las campañas por los derechos civiles en los Estados Unidos y culminaron en el Mayo del 68 parisino. Durante más de una década, la llamada “contracultura” impuso a la industria multinacional su talante, ampliando la posibilidad de experimentar con las formas musicales. La canción popular adquirió así con el rock de los 60 y los primeros 70 un estatuto artístico y a la vez un grado de difusión que nunca había logrado antes. Pero las grandes compañías y los medios mayoritarios recuperaron enseguida la capacidad de imponer criterios de producción más manejables. Otras corrientes de la canción del siglo XX: latinoamericanas, europeas, africanas, medio-orientales, asiáticas o australianas, dependerían de la industria multinacional que se generó en las condiciones descritas. Especial importancia tienen para nosotros las músicas populares desarrolladas durante la primera mitad del siglo XX en lengua romance española y portuguesa, en países donde el papel de la negritud fue igualmente prioritario, aunque no fuera igual el peso de la industria. La música popular cubana y brasileña son ejemplos del poder de transformación cultural y social que por sí mismas pueden llegar a tener las canciones.

Después de los primeros años 70, la evolución de la cultura del rock oscila entre el gigantismo de las estrellas que logran sobrevivir a la aceleración de la rueda de la fortuna y el retorno de estilos reciclados por las nuevas generaciones de músicos populares. La industria de la canción se verá de nuevo estimulada por el empuje generacional desde los márgenes de la sociedad urbana en los años 80, pero sobre todo por el incentivo que supuso la aparición de la tecnología digital y sus nuevos soportes en los 90, que posibilitaron la reventa de los catálogos fonográficos en condiciones muy favorables para la industria propietaria de los derechos de reproducción. El enorme caudal de beneficios que produjo la aparición del disco compacto condicionó drásticamente las posibilidades de evolución de la canción contemporánea. Desde el momento en que esos beneficios se ven amenazados por las posibilidades de reproducción que aporta la tecnología digital, los productores fonográficos y los medios de comunicación dejan de arriesgar inversiones que no tengan garantizada la rentabilidad inmediata. Se inicia así un empobrecimiento, una pérdida sustancial de carácter en la canción popular, aunque haya cada vez más gente que consume música a diario. Las canciones alcanzaron a finales de los años 60 reconocimiento como productos de la vanguardia artística y se convirtieron en arte de masas, el segundo en importancia después del cine. Cuando ya no pueden retornar a una tierra de origen, porque dependen de la gran industria mediática internacional, se enfrentan a un posible colapso en su desarrollo al que tampoco se habían enfrentado antes. 

El uso de las tecnologías más recientes, los archivos digitales e internet, con sus posibilidades de producción casera y de difusión en red, podría llegar a invertir esa tendencia, si consigue vencer la inercia que inclina a la mayoría de los usuarios a no sostener más que una relación superficial con las imágenes y los sonidos. Dichos medios poseen un considerable poder de transformación: ponen en entredicho los derechos de copia y de propiedad intelectual, generan dudas sobre la necesidad de retribuir los productos musicales, que cualquiera puede descargar y copiar con facilidad. Crean comunidad virtual a la vez que privatizan los medios para participar en ella. Tras más de medio siglo de atención privilegiada por parte de la industria, que ha falseado el papel de los intérpretes musicales convirtiéndolos en iconos públicos compables a los artistas de cine, el estatuto de la canción popular está sufriendo cambios profundos, que requieren ser abordados con ánimo tan reflexivo como generoso.

Para tratar de avanzar un poco en la comprensión de situaciones tan complejos como las que se dan en la cultura de masas contemporánea, comparemos la función originaria de las canciones con su devenir mediático en el último siglo. No parece evidente que el registro electrónico pueda sustituir al espacio natural de la práctica musical, esencialmente comunitaria, que se ajusta a la resonancia armónica de las materias y los cuerpos circundantes. La fiebre de los discos alentó inicialmente entre los jóvenes el deseo de reunirse en grupo para escuchar música, pero esa tendencia decrece en los últimos tiempos. Del registro analógico al digital, de la frecuencia de muestreo de los discos compactos a los archivos comprimidos que viajan por internet, se ha venido produciendo en paralelo una restricción creciente de las condiciones en que se reproduce el sonido musical. Los archivos comprimidos proporcionan independencia a la escucha privada, estimulan quizá la imaginación solitaria, permiten el desarrollo de nuevas prácticas musicales en comunidades virtuales que no requieren la presencia de los oyentes e incluso de los integrantes de un conjunto. Pero si la música resulta de un ajuste perceptivo que recrea el espacio-tiempo como acuerdo comunitario, la cuestión es aclarar hasta qué punto la experiencia sonora mediatizada a través de la red es abarcable por la conciencia o por la intuición de sus partícipes. Dicho de otro modo, si genera alguna resonancia armónica más allá de la relación de cada individuo con sus aparatos. La respuesta depende de un número creciente de condiciones técnicas, económicas, políticas y sociales, se aleja de nuestro alcance conforme se acelera la decadencia de las formas tradicionales de producción del sonido musical. Cuanto más numerosos y activos son los nuevos medios, menos certeza tenemos de que la música alcance a cumplir su cometido. La reproducción de archivos numéricos en el entorno privado deja escapar un considerable caudal de información acerca de la realidad del otro y del mundo, nos releva de la necesidad de ejercitar nuestra capacidad de ajuste inmediato con otros seres. No basta con suponer que el cerebro reconstruye la imagen completa de la música a partir de la información digitalizada y comprimida. Si previamente no ha interiorizado una experiencia musical más rica, el cerebro reconstruye una imagen degradada, a la que le falta parte de las resonancias del entorno en que la vibración musical se produce, el ajuste con el oído y con el cuerpo ajenos, la selección cooperativa de los armónicos musicales y del sentido de las palabras. Estamos asistiendo a un proceso de privatización de la escucha que se inició con los primeros registros fonográficos y con la señal de radio. La tecnología digital y las transmisiones vía satélite no han hecho sino acelerarlo de tal forma que al usuario privado le resulta casi imposible –en todo caso incómodo– rehacer la escucha compartida. Podemos organizar una fiesta con un repertorio selecto, a partir de un abanico muy amplio de opciones, conectando un ordenador portátil a un amplificador y unos altavoces tradicionales. Pero si a ciertas alturas de la fiesta sustituimos el ordenador por un tocadiscos, es posible que el ambiente se vuelva de pronto más cordial.

Un solo dispositivo portátil permite almacenar una cantidad ingente de imágenes y sonidos, reproducirlos y compartirlos en la red de alcance planetario. Aparentemente, tenemos más acceso que nunca a lo que ocurre en cualquier parte del mundo. Sin embargo, apenas resulta posible concertarnos con alguien para extraer consecuencias de ello, fuera de la mera curiosidad, salvo en situaciones de extrema necesidad, en las que cualquier fragmento de información resulta decisivo. Conviene que aprendamos a distinguir entre ese tipo de situaciones urgentes y otras que debieran permitir enriquecer nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Las funciones más lentas de la mente son precisamente las que desde hace muchos miles de años venimos delegando en el sonido, verbal y musical. Los pensadores griegos afirmaron tajantemente la superioridad de la vista como fuente de experiencia, pero reconocieron que el oído es el más espiritual de nuestros sentidos. Pues bien, hasta llegar a manos del usuario privado, las imágenes multimedia tienen que pasar por formatos que someten la información sonora a las condiciones de almacenamiento y reproducción de la imagen visual, a una tecnología derivada de la televisión y del vídeo. Si las ondas de radio proporcionaron a principios del siglo XX el marco para el desarrollo masivo de las telecomunicaciones, la tecnología visual ha diseñado un siglo después los medios para alcanzar a los usuarios de uno en uno. No olvidemos que el sonido ya sabía viajar a su propio ritmo, antes de que la representación visual le incitase a subirse a un nuevo medio de transporte más veloz. 

Nos servimos de la información digitalizada como de la comida rápida, ¿pero quién desea olvidar la posibilidad de elegir entre los placeres del gusto y una alimentación saludable? Donde falta alimento, la comida rápida es un lujo, en ese mismo sentido cierto grado de cultura puede llegar más lejos a través de internet y de los aparatos portátiles. Pero considerar que eso convierte de inmediato en desdeñables los medios tradicionales supone un riesgo que no tenemos por qué correr a ciegas. No tenemos por qué contentarnos con una apariencia de música o de cultura reducidas al formato más accesible, a un espacio y a un tiempo en cuyas dimensiones los usuarios no participamos realmente, aunque todos permanezcamos conectados. Es cierto que la red electrónica facilita el hallazgo, acceder a una foto del más antiguo códice. El archivo digital sonoro es una huella –una especie de fósil de última generación, arquelogía de superficie– que debiera animarnos a seguir pistas no solo dentro, sino también fuera de la pantalla. 

Los aparatos electrónicos no son como la música y el lenguaje, cuyo aprendizaje proporciona, además del acceso al mensaje, la posibilidad de conocer sus leyes de formación. Cuando la cultura de masas ha conseguido por fin librarse de la sumisión a la escritura dogmática, abrir al público las puertas del concierto palaciego, sería una torpeza entregarse sin más a una nueva aristocracia tecnológica de rostro desconocido. Los aparatos se alimentan de energías muy poderosas sobre las que no pueden ejercer sino un control muy limitado. Liberadas del compromiso perceptivo con la comunidad y con el entorno, las fuerzas de la naturaleza que la tecnología pone en nuestras manos se convierten en potencial destructivo. Cualquier avance tecnológico ha de tornar a carearse, por tanto, con las funciones primitivas del sonido –el habla, el canto, la música y la danza– si queremos sobrevivir como animales dotados de un poco de razón.