Cuaderno


22 de marzo de 2013

Pensamientos insomnes: El futuro de la democracia y otras viejas tareas pendientes en España.

Cuando los historiadores consideren con perspectiva la política española de las últimas décadas, se verá probablemente clara la tendencia de una parte significativa de la derecha a recuperar sus ínfulas de dominio –que el fin de la dictadura le había obligado a disimular– por medios legítimos o ilegítimos: la adecuación de las leyes a sus fines particulares, el manejo de las audiencias, la apropiación de una riqueza sin control, la pugna por la privatización selectiva de la salud, de la justicia, de la escuela y de los bienes naturales. Sus sectores más codiciosos, falsos e inmorales están poniendo al borde de irse a pique –una vez más– un lento, costoso y frágil proyecto de democracia.

Este último giro histórico no hubiera sido posible sin el consentimiento de un socialismo debilitado por el ejercicio del poder y de las finanzas, contaminado de autoritarismo y arte del disimulo, que ha especulado en nombre del bienestar. Amparados por una ley electoral que protege su alternancia, los dos grandes bloques se han repartido la cesión de la soberanía popular con los partidos nacionalistas –que a su vez han manejado interesadamente la espita del independentismo– y han creado con empresarios y financieros tramas clientelares que desembocan en corrupción generalizada.

Creyendo poder ahuyentar fantasmas del pasado en brazos del capital internacional, el estado salido de la transición se ha sustentado en terreno inestable. La exigencia de renovación empieza a ser clamor popular y esta vez un pacto entre partidos no será suficiente. La sociedad –es decir, cada uno de nosotros– tiene que ejercer el poder soberano más allá de su definición meramente nominal, aunque todavía no sepamos cómo hacerlo. Legisladores y jueces están en la obligación de facilitar los medios para avanzar hacia una democracia participativa, controlada por la ciudadanía y por aquellos de sus representantes que trabajen estrictamente por el bien común.

Empecemos por compartir en nuestros círculos próximos una reflexión decidida y –de ser posible– serena, capaz de apreciar matices. Cuando un estado de conciencia se generaliza, como ocurrió al final de la dictadura, las cosas se aprestan a cambiar. Hay que poner en marcha un movimiento de confluencia de ideas entre los sectores de la sociedad que no estén condicionados por el ansia de poder y de lucro: las clases trabajadoras, las asociaciones ciudadanas, las profesiones liberales, los intelectuales, los estudiantes, los parados jóvenes y viejos en busca de un quehacer digno, los votantes honestos y responsables tanto de izquierdas como de derechas.

Los conceptos de izquierda y de derecha resultan confusos, gracias a la movilidad de las ideologías liberales. Pero es bueno recordar lo que designaron y designan, más allá de los tópicos para orientarse en un espacio señalizado por la mano que gobierna. Nuestro lenguaje está plagado de prejuicios milenarios. Lo "derecho" se confunde con lo recto y lo "siniestro" con lo oscuro. De manera algo más clara, Aristóteles distinguía entre quienes ponen por encima de todo el amor a sus semejantes y quienes anteponen el amor a las posesiones materiales. Dos milenios después, Gilles Deleuze decía que lo propio de la derecha es considerar su interés particular inmediato, mientras que la izquierda contempla el horizonte de la generalidad de lo humano.

Por emplear una vez más los viejos términos, media sociedad española tiende a votar a la derecha y la otra media a la izquierda. Unos consideran que la riqueza y el poder pertenecen por derecho natural o hereditario a una casta privilegiada, otros reclaman el fin de esos privilegios. Algunos creen todavía que han nacido para mandar y otros para obedecer por decreto divino. No somos una excepción entre las naciones, pero en España esa polarización se agrava con facilidad por carencia de tradición democrática y porque sus diversos pueblos no han superado el nivel de la autocomplacencia, de la desconfianza ante lo cercano, aunque han asumido la costumbre de rendir pleitesía a un poder alejado.

No podemos vivir de espaldas a estos hechos y parece vano ceder la iniciativa al bipartidismo para resolverlos. Hace falta regular los límites a partir de los cuales la desigualdad, más que natural o hereditaria, es artificial e ilegítimamente inducida. En nuestros días esos límites son muy explícitos. Empresarios, financieros y partidos corruptos tendrán que aprender a respetar a un pueblo que manifieste la voluntad de hacer efectiva su soberanía, en vez de aceptar como norma el afán de poder, la codicia y la irresponsabilidad social. Esa es la tarea de las nuevas generaciones, cualquiera que sea la filiación política de sus familias.

Será preciso un ejercicio de inteligencia al que no es fácil acostumbrarse oyendo repetir a diario consignas por triplicado que camuflan la verdad. Poner en práctica, incluso, el arte de la paradoja: medidas que aúnen el civismo con la radicalidad de una revolución social pendiente en más de un aspecto. Habrá que cuestionar la forma del Estado hasta donde haga falta sin recaer en la barbarie. La monarquía no ha conseguido legitimar su papel mediador de manera indiscutible; por inercia natural se ha inclinado del lado de los privilegios. Quizá alcance a preservarse como institución histórica, si contribuye a profundizar el sentido de la democracía futura, es decir –por seguir con las paradojas–, a fortalecer un concepto de soberanía que en esencia no puede ser sino republicano.

No debe extrañarnos que en algunas de nuestras comunidades se acrecienten los deseos –latentes e irresueltos desde hace mucho– de dar la espalda al proyecto unitario. No podemos limitarnos a hacernos los ofendidos ni ahondar en el desapego. Todo indica que nos necesitamos unos a otros para ganar un porvenir todavía indeciso, tanto en lo económico como en lo cultural. Si algunos territorios llegaran a independizarse, surgiría a renglón seguido la necesidad de retomar hilos que nos ligan a una trama compleja, aunque no sean suficientes como para soportar el peso de la uniformidad impuesta.

Cuando Roma invadió la vieja Iberia, codiciosa de míticos minerales, sus letrados justificaron la necesidad del imperio civilizador por la naturaleza bárbara y poco honesta de la mayor parte de las tribus peninsulares, por su incapacidad para confederarse. Hoy estamos prácticamente en lo mismo, frente al imperio actual de los bancos norteamericanos y alemanes.

Tal vez sea concebible otra suerte de unidad, tramada desde abajo con hilo más fino y resistente, entre pueblos que aspiren a ser un día tan cultivados como productivos, unidos por el respeto a una verdad histórica no siempre fácil, por el amor a las diferencias cercanas –que no son drásticas, sino graduales–, por la promesa de un tejido rico en espacios naturales, en tradiciones culturales, en potencial imaginario –artístico, humanístico, científico–, que no acaba de fortalecerse porque quienes se apoderan de la madeja tiran de ella hacia fuera del bastidor. Sólo reconocen su país como marca competitiva, con eventual ayuda del dopaje. Antes de ser posible, ese horizonte debe resultar deseable; y ahora escasean los argumentos para ello.

El nuevo roto en el tejido ibero tiene sus reponsables: son los que no dejan de agitar símbolos mientras burlan y trastocan leyes, los que intentan manipular las audiencias que dicen representar, los que evaden oscuros capitales lejos del alcance de los ciudadanos que pagan sus impuestos. Deben quedar al margen de las decisiones, pagar sus delitos y guardar prudente silencio. No le faltaban motivos al juez Garzón –con mejores o peores argumentos– para intentar que la corrupción fuera tratada por los tribunales en los mismos términos que el terrorismo. El delito económico destruye la sociedad. Ha adquirido en España carácter de alta traición.

Una constante histórica que conviene tener presente es la reiterada connivencia de los reflujos autoritarios en España con algún poder foráneo bajo el que sus intereses se cobijan. Carlos V inauguró los afanes imperiales en tratos con los bancos centroeuropeos. Las leyes de Castilla se impusieron a los fueros de la Corona de Aragón por decisión absoluta de Felipe V, aconsejado por su abuelo el Rey Sol de Francia, mientras agradecía en sentido contrario la fidelidad de vascos y navarros a los Borbones. Franco ganó una guerra con intención declarada de exterminio sirviéndose del apoyo decisivo de la moderna industria militar del eje fascista, ante la pasividad del resto de Europa, y prolongó su dictadura con ayuda del Plan Marshall.

Así hasta el giro espectacular del PSOE para adherirnos a la OTAN, hasta la reunión angloespañola de las Azores ante la guerra de Iraq, hasta la dependencia creciente respecto de la banca aliada y de las grandes corporaciones que se beneficiaron de la reconstrucción de Europa. Se diría que el pueblo español no merece todavía más que el desprecio y la desconfianza de las clases dirigentes, ya sean españolas o extranjeras. Está llegando la hora de resolver esa tara endémica, y eso sólo puede hacerse fortaleciendo el sentido crítico de las nuevas generaciones.

Contamos con la aportación de una escuela de buenos historiadores a los que tendríamos que prestar más atención que al telediario. Ni el nacionalismo salido de un imperio derrumbado ni el que reclama fueros de antiguo reino son ideales que permitan pensar el porvenir. Representan privilegios obtenidos por terratenientes y mercaderes apegados a una tradición oscurantista, inventora de falsos linajes sublimados por las leyendas románticas, que excitaban el nacionalismo del pueblo cuando les convenía –como ocurre en nuestros días– o aprovechaban sus reacciones frente a la torpeza autoritaria de la politica central.

Las clases populares, en todas las comunidades del estado, tenemos pendiente la tarea de imaginar un fuero democrático compartible, que permita pactar entre pueblos cercanos el grado de implicación en proyectos comunes, sin dejar que las oligarquías –viejas o nuevas, de casta o de grupo de presión– manipulen nuestras emociones.