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29 de septiembre de 2018

Semilla del son (1991)

No por muy repetido es menos cierto: la antología cubana que preparó Santiago Auserón en 1991 descubrió el valioso y embriagador lenguaje de la isla al oyente español. Y lo más chocante: se anticipó un lustro al fenómeno de “Buenavista”. Resulta de lo más gráfica la anécdota de su producción del álbum definitivo de Compay Segundo, “Antología”, en 1996. El ya teorizante de Juan Perro le pasó el disco a Ry Cooder en un estudio en Madrid. El californiano desconocía la figura del abuelete de Siboney: meses después viajaba a La Habana con Win Wenders para convertir “Buenavista Social Club” en producto millonario durante la fiebre de las sonoridades periféricas, lo que los anglosajones etiquetaron como “wold music”. En contra de lo habitual en el gremio, el excantante de Radio Futura, que desarrolló en papel su profunda experiencia en Cuba en el opúsculo “Semilla del son” (2017), evita colgarse medallas. Tan solo critica, y con caballerosidad, el excesivo melodrama de la película del director alemán.

A la compilación de Auserón le restó exclusividad el radar de David Byrne, cuyo representante se adelantó una semana a la caza de tesoros en los archivos de la EGREM. Pero aquel par de referencias en el sello Luaka Bop carecían del rigor y del hondo sustrato investigador de Santiago. Byrne picoteó de un puñado de canciones festivas —comparte con el músico español la debilidad por la reina del guaguancó, Celeste Mendoza— y puso la lupa en la Nueva Trova a través de Silvio Rodríguez. Auserón, en cambio, no solo proporcionó una hoja de ruta a los artistas de aquí —los hallazgos del tresero flamenco Raúl Rodríguez, su escudero en La Zarabanda, legitiman esta cartografía sobre las huellas de la negritud—, sino que sembró el vivero creativo de su carrera para las dos décadas siguientes.

Con la imagen de Benny Moré en portada, “Semilla del son” culmina lo que Santiago Auserón intuyó a mediados de los ochenta, cuando no era más que un turista deslumbrado con la picaresca de El Guayabero en una casete. Le pilla el Periodo Especial y busca el apoyo del agregado cultural de la Embajada de España en Cuba. La valija diplomática sirve de puente para digitalizar esas grabaciones: la genealogía de la expresión sonera, el abecé de una música ritual y coloquial, el hijo mulato que mejor hace sonar la lengua materna. Era necesario un aliado para rastrear este material y Auserón lo encontró en un poeta y periodista musical de su generación, Bladimir Zamora. El líder de Radio Futura escribió su particular tesis con la impagable erudición de los especialistas del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana. Obsesionado con la rápida difusión en España del arcano cultural del Caribe, volcó sus reflexiones y conocimientos en la carpeta del doble vinilo. Las pautas abruman, incluso hoy. Cuesta creer que esta joya se revenda en la actualidad a precios asequibles, y ahí lo dejo.

Raíz africana

Mirado en perspectiva, quizá hubiese ampliado su resonancia la presencia del ‘Chan Chan’ de Compay, que llegó en cinta por correo a Madrid pocos días después de la presentación del proyecto en la sala El Sol. En el último tramo del siglo XX, próximo a la veteranía tácita que otorga el umbral de cumplir los cuarenta, Santiago Auserón lo tenía claro: al rock y al son les hermana la raíz africana, el tránsito del campo a las ciudades, el goce inmediato y la poética de la vida diaria.

El recopilador de “Semilla del son” no es ajeno, por ejemplo, a lo que apuntaba César Miguel Rondón en “El libro de la salsa. Crónica de la música del caribe urbano”, ahora reeditado: hasta en tiempos de liderazgo cubano, premiaban los clubes nocturnos de los caribeños de Nueva York. Mucho antes de la revolución, los referentes de la isla viajaban a Estados Unidos atraídos por las posibilidades de creación que les ofrecía el jazz de la ciudad. Didáctico, indagador en la estela estudiosa de Fernando Ortiz, Lydia Cabrera o Jorge Castellanos, no es casual que Auserón optase por arrancar con ‘Échale salsita’, del Septeto Nacional de Ignacio Piñeiro. Se trata de una pieza que salpicó la ‘Obertura cubana’ de Gershwin.

A pesar de que el son representa la identidad cultural cubana, todavía hay divulgadores locales enfurruñados con la obviedad de que la gran fiesta se propagó gracias a los adelantos tecnológicos yanquis tras la Primera Guerra Mundial (las orquestas de jazz en la radio). Auserón destacó la paradoja de que este país solloce con ‘Lágrimas negras’ ignorando la autoría del Trío Matamoros. El antólogo de “Semilla del son” puso el acento en la eficacia comunicativa, en la ventaja del idioma; asimilar el universal ‘Mami me gustó’ de Arsenio Rodríguez en castellano natal… Un lujo inaccesible para Ry Cooder o David Byrne.

Y entre tanto crisol de culturas, la quintaesencia de la impronta africana y española: el son. Señala Auserón que el periodo dorado concluye con el bloqueo en los sesenta. En “Semilla del son” se da cabida a mujeres como Merceditas Valdés y Celina González. A nombres esenciales como Abelardo Barroso o Ñico Saquito. Conmueve ese ‘Bruca maniguá’ de Miguelito Valdés, que bastantes años más tarde cantaría el mismo Santiago con Omara Portuondo. Y esa versión polvorienta, eterna, del clásico ‘Cómo baila Marieta’, la narrativa genial de viejo verde de El Guayabero que no superó ni Gainsbourg. Hoy, la labor de Santiago Auserón se antoja triplemente loable. Llegan noticias de que los archivos de la EGREM se pudren entre los ácaros, la falta de ventilación y el calor. “Cuando veo que cambian de color las cintas por el deterioro, sufro como si se tratara de uno de mis órganos que se está dañando”, confiesa un empleado habanero.

Artículo de Eduardo Tebar para EFE EME.