27 de junio de 2015
Trabajaba como aprendiz de delineante cuando, a los dieciséis años, experimenté como una revelación el deseo de estudiar filosofía. Los modelos imperantes en la España de la época, venerados por la clase trabajadora, aconsejaban estudiar más bien ingeniería, pero en el manual de sexto de bachillerato me encontré con la idea kantiana de que el espacio y el tiempo eran fenómenos condicionados por la percepción subjetiva. Ante tal descubrimiento, comprenderán ustedes que los caminos, canales y puertos de la geografía española quedasen de inmediato fuera del abanico de mis pasiones adolescentes.
Un par de años después tomaba un autobús en Moncloa para dirigirme a los cursos en horario nocturno de la Facultad de Filosofía. La huida del trabajo y el acceso al mundo de las ideas fueron para mí un emocionante viaje cotidiano. Estudié robándole horas al sueño y a mis obligaciones laborales, llevado en volandas por el hechizo de la abstracción. Tuve la suerte de escuchar a algunos buenos profesores de latín y de griego, de lingüística, de historia y de literatura, de metafísica y de filosofía de la naturaleza. Tuve que asistir también a clases de religión en las que se construían razonamientos en favor de la virginidad de María. El alumnado se dividía entre aquellos que esperaban resolver el conflicto entre razón y fe, tan debatido en las escuelas del Medioevo, y los que propugnaban la puesta del pensamiento al servicio de la transformación social inminente.
Yo asistía con preocupación a las reuniones de los segundos, si bien con la sospecha de que el pensamiento, por suerte o por desgracia, preservara una inquietante autonomía con respecto a uno u otro tipo de fines, por muy loables que fuesen. No faltaban enconadas discusiones entre los distintos sectores del alumnado, pero debo señalar que hubo un momento en que católicos y comunistas, trotskistas y nietzcheanos compartieron seminarios, comenzaron a tratarse con afecto y hasta salieron de juerga juntos. En definitiva, se imponía en todos los ánimos la necesidad de un nuevo horizonte. Cualquiera que fuese la utilidad de la filosofía, daba muestras de favorecer cierta hermandad entre maneras de pensar muy diferentes.
Tras acabar la licenciatura, en 1977, inscribí una tesina sobre el poeta loco Antonin Artaud en la Universidad de París VIII, bajo la dirección de Gilles Deleuze. Vincennes era un mercadillo en el que se podía encontrar de todo, pero las clases de Deleuze, muy concurridas y de difícil acceso, desarrolladas bajo una densa nube de humo, no hicieron sino incrementar mi asombro ante las posibilidades del pensamiento y mis deseos de seguir el rastro de aquellas ideas fulminantes. Deleuze era un maestro poco común, su argumentación dibujaba territorios inauditos en lo que dura un cigarrillo, yendo de las Críticas de Kant a la diagonal en un cuadro de Mondrian, de la Ética de Spinoza a las novelas despersonalizadas de Samuel Beckett, de la Monadología de Lebiniz a las películas de Godard. La función de los llamados "pensadores-estrellas" de la época –Lévi-Strauss, Lacan, Foucault, Deleuze, Guattari, Derrida y otros– fue, naturalmente, muy discutida, pero persiste la pregunta acerca de las condiciones en que la filosofía contemporánea llegó a generar tanta expectación. Pese a todo, el ambiente poco comunicativo y la conspicua altanería que predominaba entre mis condiscípulos no acabó de animarme a devenir intelectual de oficio. En unas vacaciones en Madrid, empecé a detectar en el aire una electricidad distinta. Visité el local de ensayo de un grupo musical en ciernes, donde me dejaron jugar con los aparatos. Mi vida cambio de rumbo de manera imprevista. Como podéis suponer, eso ha dado lugar a muchas reflexiones a lo largo de los últimos siete lustros.
Cualquiera puede hacerse cargo de los atractivos del aprendizaje musical en grupo, del escenario y de la carretera, de la notoriedad y del dinero fácil que la España de la transición estuvo dispuesta a conceder, durante un tiempo, a las nuevas canciones. A todos esos motivos más o menos discutibles, se añadía la fascinación por los fenómenos acústicos. Como estudiante de letras, me inicié en el oficio musical con una conciencia acentuada de la sonoridad verbal, atraído por la tentación de comparar las estructuras del lenguaje con las del sonido rítmico y consonante. Pronto el aprendizaje del oficio de las canciones abrió un mar de cercanías y profundas divergencias entre las palabras y las formas musicales. Durante los periodos de ensayo y de composición, mantuve las lecturas iniciadas en los últimos años de carrera. A lo largo de las giras, mis compañeros de viaje contemplaban estupefactos algunos volúmenes de título disuasorio, que a mí mismo me costaba trabajo abrir siquiera, por efecto de la dispersión habitual tras los conciertos. Sin embargo, el oficio musical, con todas sus secuelas personales y sociales, me proporcionó un taller experimental y algo concreto en qué pensar, al tiempo que me incitaba de continuo a dejar de hacerlo.
La materia sonora y sus formas invisibles se convirtieron en objeto de especulación por exigencias combinadas de signo opuesto: por inclinación personal y por obligaciones mercantiles, frente a las cuales la reflexión y las lecturas me proveyeron de recursos para hacer frente a la melancolía, necesaria contrapartida del entusiasmo en la vida del músico itinerante. Por materia sonora entiendo primero lo más a mano: los instrumentos hechos de madera y de metal, las cápsulas electromagnéticas que recogen las vibraciones del aire para transformarlas en señal acústica, los distintos tipos de amplificadores y procesadores, junto con los procedimientos de registro y difusión del sonido. En segundo lugar, las estructuras del verso y la sintaxis propiamente musical, los patrones rítmicos y las relaciones de armonía heredados de una larguísima tradición, que sirven de marco de referencia más o menos estable para el aprendizaje y permiten reactualizar la ejecución musical efímera.
Pero además, en tercer lugar, materia sonora es también el cuerpo mismo del intérprete y de cada oyente, con sus órganos de percepción sumidos en un ángulo siempre diferente del entorno acústico, así como los cuerpos que componen o delimitan ese entorno, unos inertes y otros fluidos como el aire vibrante. Las formas sonoras se esfuman, pero alcanzan a dejar huella memorable, ya sea verbal o musical, tejiendo un medio de relaciones complejas entre lo visible y lo invisible. En el terreno del sonido, se hace inmediatamente patente que las distinciones aristotélicas entre materia y forma, o entre potencia y acto, que provienen del campo de la experiencia visible, no son del todo operativas. Ese era el motivo de que no me importase arriesgarme a las burlas de mis compañeros llevando de gira la Metafísica de Aristóteles.
Durante doce años, Radio Futura fue un laboratorio de sonido en el que se experimentaba de continuo con aparatos, con la receptividad del cuerpo propio y ajeno, con la respuesta acústica de los recintos, con las palabras y con los afectos, en una conversación incesante a todas horas, de contenido no siempre reproducible, a menudo cargada con la pesada obligación de publicitar la mercancía. Suplíamos la carencia de formación musical con una entrega obsesiva. Desde aquellos días, guardo la convicción de que los músicos son pensadores muy especiales que comparten una suerte de videncia, y me complace prestar atención a sus ideas y a sus modos de expresarse, siempre originales. El grupo de jóvenes que se inician en la música y con ella pretenden ganarse la vida, con mayor o menor suerte, es una máquina de exploración psíquica, artística, filosófica y social. El fracaso al que está abocado, tarde o temprano, es una parte sustancial del aprendizaje.
Escogí el nombre malsonante de Juan Perro para oponer cierta resistencia a las facilidades mediáticas del éxito, cuando ya la presión comercial se había vuelto insoportable y las discusiones eran poco interesantes. Frente a la intención futurista de nuestra primera marca artística, me hacía falta un nuevo personaje que me permitiese desligarme de la actualidad e investigar diversas tradiciones, explorar las fronteras de contacto entre el verso hispano y la sonoridad de origen africano, a un lado y otro del Atlántico. Paralelamente, la necesidad de volverme hacia el pasado me llevó a hacer una lectura detenida de Homero, de los líricos y de los trágicos griegos, en busca de los gérmenes más durables del verso en lengua romance. Mi afición a los presocráticos y a los pensadores atenienses del periodo clásico volvió a prender bajo la urgencia de las cuestiones poético-musicales. Eso fue lo que me decidió a reiniciar los estudios de doctorado y a dar forma a una investigación sobre las relaciones entre la música y el origen de la filosofía.
[...] Las formas más antiguas de conocimiento están siendo relegadas por una concepción técnica y económica que dibuja un porvenir dudoso para los pueblos de la vieja cuenca del Mediterráneo. Dejemos en el aire estas graves cuestiones, para saludar a los nuevos graduados en una disciplina que, pese a paso de los años, sigue siendo, en mi caso, vocacional. No va a resultaros fácil encontrar trabajo, investigar o enseñar aquello en lo que os habéis esforzado. Pero una nueva generación de pensadores de habla hispana está destinada quizá a cumplir un papel en la evolución de la educación, de las artes y de la sociedad futuras, aun viéndose abocada a practicar otros oficios, e incluso al paro. En los nuevos movimientos ciudadanos confluyen muchos jóvenes letrados que no quieren permanecer pasivos ante una organización social que les cierra el horizonte. Si mi humilde experiencia os sirviera de algo, recordad que el noble oficio del pensamiento, el diálogo con ideas amigas y rivales, se alimenta de cualquier trabajo, del trabajo mismo que comporta abrirse paso en la vida.