Cuaderno


11 de abril de 2009

Tres poemas de Dylan Thomas

Y LA MUERTE NO TENDRÁ SEÑORÍO

Con sóĺo dieciocho años, en 1933, cuando aún no alternaba la vida provinciana de su Swansea (Gales) natal con frecuentes escapadas de delirio etílico a Londres, Dylan Thomas publica uno de sus poemas más celebrados. En él ya están presentes el arrojo y la crudeza de la expresión, la redondez musical y la temática obsesiva (“el significado cósmico de la anatomía humana”, dicho con sus propias palabras) que caracterizan toda su obra. La conciencia precoz del desgarro se equilibra con la afirmación incondicional del amor más allá del dolor y la muerte, que es la idea central del poema. El resto aparente de inocencia, entusiasmo o cinismo juveniles que pudiera preservar dicha afirmación, la terquedad del estribillo de minero ebrio con que se opone a la fatalidad enemiga, adquieren dimensiones de lucidez visionaria, comparable a la de un pensador antiguo o un primitivo chamán.

Y la muerte no tendrá señorío.
Los muertos desnudos serán uno
Con el hombre del viento y la luna del Oeste;
Cuando descarnados y limpios hasta el hueso sus huesos se dispersen,
Tendrán estrellas por codo y pie;
Aunque enloquezcan serán cuerdos,
Aunque se hundan en el mar resucitarán de nuevo;
Aunque se pierdan los amantes, no se perderá el amor;
Y la muerte no tendrá señorío.

Y la muerte no tendrá señorío.
Los largamente tendidos bajo las envolturas del mar
No morirán a la intemperie;
Aun retorcidos en el potro, mientras ceden sus tendones
Amarrados a una rueda, ellos no se romperán;
La fe en sus manos ha de partirse en dos
Y los han de atravesar males unicornes;
Escindidos los extremos, ellos no se quebrarán;
Y la muerte no tendrá señorío.

Y la muerte no tendrá señorío.
Nunca más gritarán las gaviotas en su oído,
Ni rugirá el rompiente de las olas en la orilla;
Donde alentó una flor nunca más una flor
Podrá elevar su rostro a los golpes de la lluvia;
Aunque estén locas y muertas como clavos,
Las cabezas de los personajes martillean entre las margaritas;
Estallan bajo el sol hasta que el sol se apague,
Y la muerte no tendrá señorío.

AMOR EN EL ASILO       

En el libro Muertes y entradas, de 1946, estaba incluido este poema en que se canta el amor como unión en el abismo de la locura. Durante la Segunda gran guerra (de la que se libró por parte médico en estado de resaca, recibiendo una buena paliza en pago de su acto de supuesta cobardía) el poeta había huído a Londres, donde trabajó como guionista de la BBC. Al volver a su casa de Laugharne con su esposa Caitlin McNamara, atravesó un período de gran creatividad. El poema expresa tal vez la única modalidad de idilio sostenible entre ambos consortes, reclusos idealizados de una casa de locos que sin alivio de abrazos se unen en el fuego originario y destructor.

Ha venido una extraña
A compartir mi cuarto en esta casa, mal de la cabeza
Una chica loca como los pájaros

Acerroja la noche de la puerta con su brazo su pluma
Reducida a su cama perpleja
Burla con nubes invasoras la casa a prueba de paraíso

Y burla con sus paseos el cuarto de pesadilla
A sus anchas como los muertos
O cabalga los océanos de ensueño de las salas de hombres.

Ha llegado poseída
La que admite la burla de la luz a través de la pared que rebota,
Poseída por los cielos

Duerme en su estrecha tumba pero pasea por el polvo
Si bien rabia a voluntad
Sobre las tablas del manicomio gastadas por mis paseos de lágrimas.

Y prendido por la luz en sus brazos al largo y querido fin
Podré sin desfallecer
Sufrir la visión primera que prendió fuego a las estrellas.

LAMENTO

Durante su segundo viaje a los Estados Unidos –donde ya era aclamado por sus lecturas– en 1952, Dylan Thomas publica el poemario En el sueño campestre, que contiene este rudo Lamento. Probablemente incitado por la receptividad del público norteamericano a representar la substancia original de la lengua, su fuerza expresiva seminal, a la vez que su capacidad de asociación veloz, el poeta adopta la voz de un rústico sátiro de edad provecta (que él mismo no alcanzaría) arquetipo de virilidad ostentosa y perversa que el tiempo se encargará de reducir. La expresión “old ram rod”, rítmicamente reiterada en cada estrofa, define al tragicómico personaje: literalmente “viejo palo carnero” o “viejo palo de embestir”, aludiendo a la vez a los antiguos arietes de asalto y al “ramrod”, cargador o baqueta para alimentar los primeros fusiles. Esta metáfora militar y sexual sólo admite ser traducida por aproximación (nuestra versión diluye la imagen del carnero y opta por “atacar”, con el doble sentido de “cargar un arma” y “arremeter”). La asociación nupcial del machismo con la virtud puritana que inevitablemente se impone en la vejez debía sonar como un potente lugar común para el oído anglosajón. Este magnífico poema escenifica el lugar común y lo corroe con su sarcasmo.

Cuando sólo era un chiquillo ventolera y palmo más,
Y el negro escupitajo del redil de la capilla,
(Suspiró el viejo palo de atacar, muriendo de mujeres),
Tímido y de puntillas iba al bosque de grosellas,
El hosco búho lloraba como un herrerillo chismoso,
Yo saltaba en un sonrojo y rodaban como bolos
Las chicas grandes en el prado de los burros,
Y en domingos por la noche cortejaba en un columpio
A quienquiera que fuese con mis ojos de malvado,
Amar podía la luna entera y dejar a todas
Aquellas esposas de las pequeñas bodas de hojas verdes
En el arbusto negro de carbón, abandonadas a su llanto.

Cuando ya era una borrasca de hombre y medio
Y la bestia negra de la cofradía de escarabajos,
(Suspiró el viejo palo de atacar, muriendo de zorras),
No un chiquillo y un palmo en plena luna
De mojar mecha, borracho como becerro recién parido,
Toda la noche silbaba en las chimeneas torcidas,
Las comadronas crecían en las cunetas de medianoche,
Y los lechos crepitantes del pueblo gritaban: ¡Pronto!
Cada vez que me zambullía hasta el pecho en el cardumen,
Dondequiera que rampase en una colcha de trébol,
Hiciera lo que hiciese en la noche negra
Como el carbón, yo dejaba mis trepidantes huellas.

Cuando ya era un hombre que podías llamar hombre
Y la negra cruz de la sagrada demora
(Suspiró el viejo palo de atacar, muriendo de bienvenida),
Brandy maduro en mi destello, bajo primo,
No un gato de rabo tieso en el pueblo candente
Con cada mujer hirviendo a fuego lento por ratón,
Sino un toro de montañoso lomo en el bochorno
Del verano, llegado en su espléndido y mejor momento
A las manadas sofocadas, ofrecidas, decía yo,
¡Oh, ya vendrá el tiempo en que la sangre se arrastre fría
Y yo me acueste en un lecho solamente a dormir,
Por mi resentida y remolona alma negra de carbón!

Cuando fui la mitad del hombre que era
Y bien se me está, como advierten los sermones,
(Suspiró el viejo palo de atacar, muriendo de ruina),
No un ternero vacilante o un gato en llamas,
Ni un toro cual nogal sobre la hierba lechosa,
Sino un carnero negro con el cuerno estrujado,
Por fin el alma de su inmunda ratonera
Se escurrió enfurruñada al llegar los tiempos flácidos;
Y le dí a mi alma un ojo ciego, acuchillado,
Cartílago y pellejo, y una vida de rugidor,
Y la empujé hacia el cielo negro de carbón
Para encontrar un alma de mujer por esposa.

Y ahora que soy el hombre nunca más, nunca más
Y la negra recompensa de una vida rugiente,
(Suspiró el viejo palo de atacar, muriendo de extranjeros)
Pulcro y maldito en mi cuarto arrullado por palomas,
Me acuesto enflaquecido y oigo la cháchara de las fieles campanas,
Porque, oh, mi alma encontró una esposa de domingo
En el cielo negro de carbón, ¡y dio a luz angelitos!
¡Arpías en torno a mí salidas de su útero!
Reza por mí la castidad, la piedad canta,
La inocencia endulza mi último negro aliento,
La modestia esconde mis muslos bajo sus alas,
¡Y todas las mortíferas virtudes infestan mi muerte!

NOTA: Versiones realizadas a partir del texto original y la traducción de la antología de Dylan Thomas, Muertes y entradas (1934-1953), Huerga y Fierro Editores, Madrid, 2003, al cuidado de Niall Binns y Vanesa Pérez Sauquillo.