Cuaderno


13 de octubre de 2009

Un juicio político de la movida hecho a la ligera

Hace unos días, en uno de los recientes canales de la televisión digital terrestre, caí sobre un programa de medianoche que emite la interesante serie documental de Victoria Prego sobre la transición española, e invita a algunos políticos y analistas a debatir sobre ella. Esa noche abordaron el momento crítico en el que el PSOE se sintió con respaldo suficiente para plantear la moción de censura al gobierno de UCD. La documentación visual de aquel año –1980– me enganchó de inmediato: las intervenciones de Felipe González y Adolfo Suárez en el Congreso, sus declaraciones en las ruedas de prensa posteriores, las imágenes de las manifestaciones masivas en la calle, tenían una veracidad que ya no acostumbramos a ver en los telediarios. Estaban filmadas desde ángulos cercanos, con una urgencia documental que me recordó al cinema-verité, lejos de los estándares audiovisuales que se han impuesto más tarde en televisión. Numerosos espectadores, a través de sus mensajes de teléfono, venían a decir lo mismo: la política y los políticos de entonces tenían más altura.

La realidad es que había mayor conexión entre los políticos y la gente de la calle en torno a los problemas más candentes. Los medios de comunicación, electrizados por los acontecimientos, iban detrás de la actualidad política, sin tiempo para administrarla. España estaba en trance de reinventarse y en ese proceso todos nos despertábamos a diario con algo que decir. La nueva democracia no podía sino reflejar de un modo u otro las inquietudes de la calle. Durante unos años, la noción de que el poder político emana de la voluntad popular fue compartida de forma activa y consciente por el conjunto de la sociedad española. La normalización posterior no hizo sino debilitar esa noción. Por eso los documentos de la época producen la impresión de que estamos dejando perder una energía que entonces se cortaba en el aire. Cierto es que, recién salidos de la dictadura, todos éramos conscientes de que nos la estábamos jugando. ¿Acaso no nos la estamos jugando hoy en día con asuntos como la crisis financiera o la inmigración? 

En un momento del programa se hizo referencia a la intensidad de la vida pública española durante aquel periodo, en ámbitos distintos de la política, a la que una parte de la sociedad sentía deseos de dar la espalda. Se habló de la movida madrileña, de la actitud provocadora e irreverente de la cultura juvenil, se mostraron imágenes de grupos musicales (entre ellos el grupo en el que yo actuaba, Radio Futura, en sus inicios) y otros artistas de la época. Hubo un acuerdo algo precipitado en el plató para condenar la movida por hortera y culturalmente estéril, incapaz de dejar poso alguno en el terreno de las artes o el pensamiento. “Atendiendo a los pantalones que me había puesto para salir aquel día en televisión –me dije–, estos señores deben tener algo de razón.” Pronto se me pasó el primer susto, pues me pareció que la parte de razón que tenían era mucho más superficial que la parte de razón que les faltaba.

Me he expresado a menudo con desconfianza con respecto a la movida, en la que participé con un pie dentro y otro fuera. No porque ella misma se complaciese en mostrarse como insustancial y entregada al placer efímero, sino porque no alcanzó a sostener, a lo largo de las décadas siguientes, los retos que planteó. La notoriedad, el dinero fácil, las drogas y la cultura del bienestar debilitaron el desarrollo de un arte popular incipiente, visionario, pese a su aparente inconsciencia. Políticos y analistas caen ahora como moscas sobre el burro muerto, con rencor no disimulado, porque sus orejas apuntaban más allá de su alcance. Lo que significó aquella movida interurbana –no sólo madrileña– tiene todavía un valor que no han entendido ni de lejos. Fue un síntoma pasajero de una tremenda transformación que sigue su curso por debajo de la actualidad más aparente. La movida de los años ochenta representa el acceso de los hijos de las clases trabajadoras a la cultura, a sus medios de producción y difusión, por primera vez en la historia de España. La banda sonora de ese peliculón está mayormente hecha, por cierto, con la herencia de los músicos negros. Estos hechos tienen consecuencias que en mi opinión van más allá del diseño del mapa de las autonomías o de las nacionalidades históricas, de la cuestión de la forma del Estado, de la conveniencia o inconveniencia de retocar el apartado ocho de la Constitución, al parecer mal redactado. 

Para el futuro de las nuevas generaciones españolas, es más grave el haber cedido la iniciativa cultural de cada casa a los intereses de mercado, coaligados con los grandes grupos mediáticos que bailan el agua a un partido u otro, con sus respectivas fuentes –más o menos claras– de financiación. Los nacionalismos no hacen sino disputar el fruto de esa cesión de la atención ciudadana. Las clases trabajadoras cuyos hijos pasaron por la universidad en los últimos años del franquismo, o en los primeros de la transición, han sido reeducadas para no atender más que al consumo, a la empresa deportiva local o nacional, a los programas de mayor audiencia y sus anuncios, al voto periódico del aburrimiento, que ni la mayor crisis financiera conmueve. Han perdido la ilusión y la energía que mostraron durante un corto periodo. Sin ellas es imposible que los políticos mantengan la cabeza clara, porque el poder en democracia proviene de la voluntad popular, según damos todos por supuesto.

¿Pero qué pasa si el pueblo da señales de carecer de voluntad política? ¿Bastará con la emergencia de alguno de esos próceres que de cuando en cuando vienen al mundo para resumir la esencia y el sentir de la nación? Eso proclamaba desde un balcón, con retórica falsa y ampulosa, uno de los contertulios, en un documento del mismo año ochenta, más vengonzante que mis pantalones. Se refería a Sabino Arana, compañero de colegio de Miguel de Unamuno, quizá menos brillante intelectualmente que éste –todos en el plató parecían dispuestos a admitirlo– pero padre simbólico de la patria vasca. Siempre llega un momento en que los políticos, en su vocación de legitimar el poder, se sienten autorizados para decir y hacer cualquier cosa.

No hay “un” gran nombre del pensamiento, de la literatura, de la pintura, de la música españolas proveniente de la movida, se quejaban los contertulios. En efecto, los ochenta convirtieron en cosa de muchos la cultura que antes era de unos pocos, que solían ir al mismo colegio. Aparte de los ídolos con pies de barro del pop, de las estrellas de cine que pisan con suela impoluta la alfombra roja, muchos artistas plásticos, literatos, músicos de todos los géneros, unos pocos pensadores, a quienes los contertulios daban muestra de desconocer por completo, se alimentaron de aquella electricidad colectiva y crearon las condiciones para que sus experiencias fuesen transmitidas, pese a la “reeducación” mediática masiva que sobrevino de los noventa en adelante. 

Concluyamos este pequeño ajuste de cuentas callejero con la política española. Resulta excitante volver a contemplar como Felipe González iba dando puñetazos cada vez más sonoros sobre la tribuna del Congreso para apoyar sus elocuciones, frente a un Adolfo Suárez retraído, que en rueda de prensa mostraba luego sin pudor su lado humano, su hastío del poder. Ambos fumaban igual de nerviosos en sus respectivos escaños. Entonces se fumaba en el Congreso. Se debatía allí un problema de autoridad, gato que el PSOE se llevó al agua en cuanto tuvo de su lado a la banca, a la mayor parte del ejército, de los medios de comunicación y del pueblo, especialmente motivado por la ampliación de las autonomías regionales. La izquierda se hizo con el poder deslizándose hacia la socialdemocracia, desposeyendo a la derecha del gesto autoritario, adaptándose al pragmatismo norteamericano, sintiéndose justificada por las manifestaciones de la voluntad popular, que sacaba a la calle sus banderas. Entretanto la derecha regresaba al centro del baile vestida de nuevas siglas, adoptando un tono dialogante poco seguro, ocultando bajo la manta su atavismo, su mentalidad de propietaria con derecho inalienable, natural o divino.

Este es el círculo en torno al cual todo gira desde entonces en la política española, un círculo de deslizamientos y falsedades, de verdades, como mucho, siempre a medias. La política española se ha ido volviendo más floja, maquillada por los expertos en imagen, provisoria, demasiado dependiente de poderes fácticos que, como la banca, actúan sin dar explicaciones. No podía ser de otro modo, pues con la excusa del pragmatismo los políticos han vertido cloroformo en el manantial que les alimenta. De los males de esterilidad que atribuyen a la movida, ellos son los primeros responsables. Han administrado a su conveniencia la problemática de actualidad, relegando a último plano la inquietud cultural de la que debería haber surgido una visión renovada del porvenir. 

El uso del término “movida” pasó, desde mediados de los setenta, de los ambientes de la delincuencia a las galerías de arte, a los locales de ensayo, a los platós de televisión y a los medios en general. La movida de los ochenta fue, según todas las apariencias (además de hortera o “kitsch”, estéril y efímera) de linaje dudoso. Uno siente la tentanción de pensar que sus males se han extendido, de manera subrepticia, hasta la política que con encono sospechoso la atajó y la condena. Y es que todo conflicto conlleva reciprocidades secretas. Pero pensemos un poco más allá: ¿no forma parte del oficio político, por tradición y por esencia, un afan de notoriedad, e incluso cierto talante acanallado, llevado con disimulo? ¿No será la “movida” precisamente el juego secreto del poder, que los señoritos con ganas de mando prefieren no tener que compartir?