Desde el primer encuentro en La Carbonería de Sevilla, el fulminante efecto Compay Segundo empezó a extenderse por el mundo. Allí se preparó su futura conexión francesa, de allí salieron los planes para dar con un aliado que le representase en la península –Luis Lázaro congenió de inmediato con el talante del patriarca sonero- y ya en Madrid planteamos la necesidad de registrar de inmediato un repertorio tan fascinante como extenso. Luis Lázaro cerró fechas con el Café Populart, y a su sala repleta llevamos al director artístico de Dro East West, Alfonso Pérez, acompañado de su esposa, la cantante Cristina Lliso. Al día siguiente, Paz Tejedor estaba cerrando un acuerdo para grabar en los estudios Cinearte.
En diez días de noviembre de 1995 grabamos más de cuarenta temas, disponiendo y monitorizando al cuarteto igual que en el escenario, captando un poco de ambiente de la pequeña sala de madera. Todo fluyó como por orden del destino, una a una fueron quedando en cinta algunas maravillas nunca antes registradas. Compay estaba tranquilo y exultante a la vez, animando a sus Muchachos a dar lo mejor de sí, deteniendo la grabación para encender un habano o mojarse los labios con un traguito, contando historias de su primera juventud, que hubieran podido formar parte de una hermosa novela o película de época, pero en realidad describían con otras palabras la sustancia misma de las canciones.Todos éramos conscientes de estar rescatando para el porvenir un siglo entero de son cubano y poesía popular hispana.
La Antología de Francisco Repilado, Compay Segundo, con textos de Santiago Auserón, Bladimir Zamora, Danilo Orozco y Faustino Núñez, fotos de Javier Salas y Manuel Zambrana, música y letras de trenta y siete números selectos distribuidos en dos cedés, nada más salir al mercado a primeros de 1996 empezó a difundir emoción, como si se destapase un frasco de intenso perfume. Una selección más reducida, editada en paralelo con el título Yo vengo aquí, arrancó excelentes críticas y ventas considerables en Francia. Compay parecía disponer, a sus ochenta y nueve años, de energía suficiente como para comerse el mundo, haber estado esperando tranquilamente algo que tenía que llegar un día u otro.
Poco después de la salida del disco visitamos otro estudio madrileño, donde el gaitero Carlos Núñez recibía a algunos invitados. Estaba Luz Casal, cantando Negra Sombra, y Pancho Amat con su tres bien dispuesto. Arrellanado en el sofá del fondo, calzado con pantuflas, Ry Cooder escuchaba con ojos entornados. Nos recibió amable y discreto, abrió con interés la copia de la Antología de Compay Segundo, a quién hasta entonces no conocía. Nos explicó que en su viaje a Cuba, en los setenta, conoció a Ñico Saquito. Y que pensaba en volver pronto para grabar en La Habana un segundo disco con Alí Farka Touré. Volvió, en efecto, pronto, pero por requerimiento de Paddy Molone, de los Chieftains, quien andaba por los estudios de EGREM mezclando percusión cubana con folclore irlandés. BMG-Ariola reclamó, para coordinar aquello, la experiencia de Paz Tejedor, adquirida en los días de Raíces al viento. Allí Ry Cooder trabó amistad con Compay Segundo, y descubrió a otros insignes soneros, que encaminaron su interés por la música cubana en la dirección correcta, si juzgamos por el éxito mundial de Buenavista Social Club.
Después del acierto combinado de Cooder con Wim Wenders, la sonrisa franca de Compay Segundo se conoció en el mundo entero, y la memoria de sus canciones aún no ha dejado de ensancharse. En la Antología que nos tocó producir quedó registrado el momento más lúcido de su carrera musical –según él mismo decía en los últimos meses: “ese disco es el Caballo”- y buena parte del magnetismo de su inspirado carácter.