26 de enero de 2022
Que el origen de la cultura Occidental se remonta a la Grecia clásica es algo que todo el mundo sabe. El papel que en ese universo heleno tuvo la música es, en cambio, mucho más desconocido. Santiago Auseron explora en este original y ambiciosísimo ensayo la relación de la música en la Grecia arcaica y clásica con la poesía, el mito, la filosofía, el logos y la videncia. Aborda la vinculación de la armonía, el ritmo y la melodía con la palabra, la conexión entre lenguaje y música, la unión y la escisión de las artes visuales y musicales, la relevancia de la música desde Homero hasta Platón, pasando por el tratado de armonía de Aristóxeno... El libro parte, en palabras del propio autor, de «la inquietud por conocer el rastro de las sonoridades musicales que asistieron al nacimiento de la filosofía».
«Uno de los músicos más interesantes y rompedores de la historia de la música en nuestro país» (Gonzalo Barbero, El Español).
«Inteligente e insólito. Una mirada muy poco frecuente» (Jenaro Talens, El País).
Prefacio
Resulta claro que los antiguos griegos tuvieron razón al interesarse, por encima de todo, en el ejercicio de la música. Pues creían que las almas de los jóvenes debían ser forjadas y dirigidas a través de la música hacia las buenas formas, porque la música es, evidentemente, útil en toda circunstancia y en toda ocupación seria, pero de modo muy particular frente a los peligros de la guerra.
PSEUDO-PLUTARCO,
Sobre la música, 26, 1140b
Con lo que menos familiarizado está el pensamiento es con su propio origen esencial.
MARTIN HEIDEGGER,
Qué significa pensar
RETORNO AL MEDIO EN QUE NACIÓ LA FILOSOFÍA
Arte sonora es la conjunción de palabra y música en el canto, pero también la música instrumental sin palabras. Juntas comparten las funciones culturales que los griegos antiguos representaron en la fraternidad de las Musas. El curso de la historia dejó a la música reinar en el medio sonoro común, mientras contemplaba a su hermana alejarse y marcar distancias. De modo inevitable, la práctica musical preserva una interrogante callada acerca de las evoluciones de la voz fuera del territorio de origen e incita a considerar si en sus desarrollos escritos y discursivos la palabra es todavía un arte sonora. Sin duda el oficio de cantor y compositor de canciones, practicado en paralelo con el estudio de la filosofía, tiene algo que ver con esta manera de plantear las cosas. La necesidad de escapar de los apremios mercantiles de dicho oficio, el deseo de comprender mejor su propio alcance, dieron nuevo impulso a la inclinación temprana por el pensamiento de los griegos antiguos, reforzándola con la inquietud por conocer el rastro de las sonoridades musicales que asistieron al nacimiento de la filosofía.
La filosofía consolidó su anhelo de ciencia al tiempo que consumaba un singular olvido, relacionado con el «olvido del ser» que Martin Heidegger señaló en el desarrollo de la metafísica occidental, pero de carácter más concreto: el del papel fundamental que cumplió la música en la instauración de las costumbres arcaicas, en la elaboración de las fórmulas rituales, de los mitos y de las leyendas heroicas, de las metáforas más afortunadas de los poetas, de las sentencias de algunos sabios, en la preservación de las leyes y de todo aquello que mereciera ser recordado con palabras entre aquellos pueblos que se dieron a sí mismos el nombre de helenos, antes del advenimiento de la escritura. La transmisión de tales contenidos por medio del canto acompañado de instrumentos musicales, a lo largo de muchos siglos, contribuyó al proceso de cristalización de algunos conceptos susceptibles de ser aislados de su origen y reorganizados de espaldas a la tradición, para inaugurar una modalidad de discurso que aspiraba a representar una verdad permanente al margen de la celebración sonora. Incluso entonces, el canto y la música instrumental influyeron de manera decisiva en los hábitos mentales de los griegos antiguos, condicionando de manera todavía poco explícita la evolución de su pensamiento.
En esta perspectiva se renueva la necesidad de un retorno a las fuentes de la filosofía y se vuelven a poner en tela de juicio los fundamentos de una metafísica basada en el paradigma de la contemplación. El desvelamiento ontológico del que hablaba Heidegger cambia radicalmente de sentido, si consideramos el modo en que los sonidos musicales rebasan el marco existencial de la conciencia y la propia «casa del ser» del lenguaje, sin necesidad de apuntar hacia un límite trascendental o a un absoluto temporal. El «ser para la muerte» de la existencia individual convive con un ser más allá de la muerte colectivo, distinto de la memoria biológica, que los hombres heredan a través de sus artes sonoras; estas forman una suerte de campo trascendental, pero intersubjetivo e ilimitado. El lógos que sujeta la experiencia fenoménica al modelo de lo visible, de lo mensurable y de lo representable por medio de signos, lleva a cabo un ocultamiento en el campo de la sonoridad, aparta de la escena discursiva los sonidos musicales que le sirven de vehículo en el curso de la tradición. Para compensar los efectos de esa operación de limpieza lógica, no basta con recobrar la noción del origen sagrado de la música, invocar el mito dejado atrás por la evolución del discurso racional. Antes que un desvelamiento de orden numénico, el «olvido del ser» que se inicia en la Grecia clásica reclama una descripción de la phōnḗ que la filosofía, desde su origen hasta nuestros días, ha optado por dejar entre sus tareas pendientes.
Desde tiempos remotos, la música fue una actividad omnipresente en la sociedad griega: este hecho, hoy ampliamente reconocido, ha sido durante largo tiempo poco tenido en cuenta por los estudiosos de la Antigüedad. Mediado el siglo XX, Henri-Irénée Marrou, en su Histoire de l’éducation dans l’Antiquité, advertía: «Es un deber del historiador insistir en ello, para corregir un error de perspectiva: tal como nos aparecen a través de nuestra propia cultura clásica, los griegos son ante todo para nosotros poetas, filósofos y matemáticos; si los veneramos como artistas, vemos sobre todo en ellos arquitectos y escultores; nunca pensamos en su música: ¡nuestra erudición y nuestra enseñanza le conceden menos atención que a su cerámica! Y sin embargo eran y se consideraban primeramente músicos. Su cultura y su educación eran más artísticas que científicas, y su arte era musical, antes que literario y plástico.» A lo largo de todo el milenio que comprende el esplendor de la civilización minoica cretense, la dominación micénica posterior, la llamada «edad oscura» que siguió a las invasiones dorias del Peloponeso en el siglo XII a. C., la renovación cultural en las colonias de la costa jonia en época homérica, el florecimiento de Esparta en el siglo VII y la emergencia de la democracia ateniense a partir de la centuria siguiente, la música desempeñó un papel determinante, complementario de los ejercicios atléticos, en la educación de la nobleza en toda Grecia.
Durante los siglos oscuros, de los que apenas se ha preservado noticia, según afirma G. S. Kirk, «continuó sin seria interrupción en muchos lugares de previa influencia micénica una vida comunal suficiente como para apoyar sobre ella la poesía oral». Los pueblos que habitaron en periodo arcaico en torno al Egeo, a la vez que las costumbres guerreras y los productos destinados al comercio, compartieron un estilo de civilización en el que la poesía cantada con acompañamiento instrumental y la danza coral fueron los medios para preservar la memoria común, factores básicos de unidad entre las distintas metrópolis y sus colonias, vehículos de la expresión más selecta y paradigmas de la actividad espiritual. En el «Himno a Hermes» contenido en los Himnos homéricos, datado hacia comienzos del siglo VI a. C., se hace referencia a la habilidad en el manejo de la cítara con la expresión tékhnē kai sophía, «arte y sabiduría», donde el término sophía tiene un sentido eminentemente práctico. Acerca de su uso, dice François Lasserre: «Este término, cuya fortuna seguirá durante largo tiempo la del arte musical, antes de aplicarse a la sabiduría del filósofo, designa en el único verso homérico en el que se encuentra la habilidad del constructor de navíos: implica el conocimiento de las leyes exactas y el dominio de una técnica difícil.» El pensamiento heleno surge en ese proceso que asocia indisolublemente una técnica especializada, como la del constructor de navíos –de la cual depende la supervivencia en el mar, el comercio, la colonización de nuevas costas y la suerte de la guerra–, con el soporte musical de la tradición poética; y este, a su vez, con las conveniencias de la argumentación lógica. La música asegura la transmisión entre los extremos de la necesidad perentoria y las artes del intelecto. Las palabras con las que Marrou ensalza la sociedad espartana, durante el periodo en que participó de un refinamiento comparable al de las cortes que describe Homero, son aplicables al conjunto de la Hélade: «el elemento intelectual está esencialmente representado en ella por la música, que, ocupando el centro de la cultura, asegura el enlace entre sus diversos aspectos: por medio de la danza, da la mano a la gimnasia; por medio del canto, es el vehículo de la poesía, única forma arcaica de literatura». Marrou profundiza y amplía la perspectiva general trazada previamente por Werner Jaeger, quien reconoció «la gimnasia y la música» como «los fundamentos en que se basaba la paideía del periodo antiguo y del periodo clásico», pero dejó la música en segundo plano, por conceder su atención a los aspectos dominantes en la evolución del concepto de excelencia (aretḗ) entre los antiguos griegos.
Depositaria de un legado textual fragmentario y precioso, la filología romántica contribuyó a crear una imagen de la Grecia antigua condicionada por las admirables proporciones de sus ruinas visibles. El culto a lo griego adquirió un realce particular en las cátedras germanas del siglo XIX, donde confluyeron también las poderosas corrientes de la filosofía idealista y de la renovación poética y musical. En busca de un mito originario en que fundar la elevación de las ideas en la Europa imperial, los románticos redescubrieron en Grecia su patria espiritual y dieron impulso a las investigaciones comparatistas, afanosas por encontrar en las raíces indoeuropeas la clave de un pensamiento que se autoproclamaba «superior» y heredero legítimo de los griegos. La fidelidad a los textos no siempre supo deslindarse del orgullo étnico y provocó algunas consecuencias de alcance intelectual, como la descalificación precipitada del papel que los tratados musicales más antiguos, recién exhumados de las bibliotecas italianas, podían desempeñar en el estudio del verso.
Nuestra investigación se apoya en la renovación del helenismo acontecida a lo largo del siglo XX, debida a los descubrimientos arqueológicos, etnográficos y tecnológicos que llevaron a contrastar el legado textual con un conocimiento cada vez más preciso de la tradición oral. Poco a poco, los helenistas han ido haciendo frente a la necesidad de cooperar con la musicología en el estudio de los primeros rastros de Occidente. En lo que toca a la literatura de la Grecia antigua, la musicología es concluyente: «Todos los autores griegos de los que hoy no subsisten más que los textos, y que tenemos tendencia a considerar únicamente como poetas, eran de hecho también músicos, al menos desde la época arcaica hasta el fin de la época clásica.» Aun así, al comienzo de su Ancient Greek Music, publicado en la última década del pasado siglo, Martin L. West se veía forzado a declarar todavía: «Probablemente ningún otro pueblo en la historia ha hecho referencia más frecuente a la música y a la actividad musical en su literatura y en su arte. Pese a ello, el asunto es prácticamente ignorado por casi todos los que estudian esta cultura o enseñan acerca de ella.»