Cuaderno


25 de enero de 2022

Malpelo en las «Highlands» o la llama de la música

El germen de Highlands, el espectáculo más reciente del grupo de danza y creación escénica Mal Pelo, es un poema del escocés Robert Burns al que el compositor estonio Arvo Pärt puso música depurada. Sirve de eslabón para enlazar obras de otros compositores europeos, notablemente Bach, a quién Mal Pelo dedica su estudio atento por cuarta vez, pero también Händel, Purcell, Britten y Kurtág. La música proporciona el bastidor sobre el que María Muñoz y Pep Ramis elaboran su concepción de la danza, que consiste, más que en coreografiar figuras sobre una u otra sonoridad, en desentrañar la ligazón de ritmos y melodías por medio de una acción reveladora. Gracias a ella, el cuerpo entrenado se convierte en pavesa llevada por la onda sonora, con la que busca fundirse para reducir la diferencia entre lo visible y lo invisible, entre lo grave y lo ligero. Bach es la mejor guía para hacer patente la espacialidad del sonido musical y las posibilidades que el cuerpo humano tiene de habitarlo, de explorar sus dimensiones. Lo que Bach enseña en este sentido puede ser aplicado a cualquier otra música.

La música es el fogón en que los danzantes de estas Tierras Altas imaginarias vienen a calentarse, a compartir la emoción del tránsito desde la penumbra de los demonios interiores hacia la luz. Para Pep Ramis y María Muñoz, mallorquín y valenciana que se encontraron en Barcelona y se asentaron en el campo gerundense, las Highlands representan una línea de fuga, un plan concertado de elevación en pos de un horizonte de misterio, tierra de materias rudas y sensaciones fuertes, del viento helado poblado por fantasmas –tal vez los «sluagh» de la mitología gaélica que amenazan con destruir los bienes de los vivos–, lugar donde debe acontecer la ascesis de la danza, el encuentro con las energías disponibles para la transformación. Pep Ramis hace en esta ocasión de pastor o guía que coordina las intervenciones de los danzantes, las partes musicales y las voces, en contrapartida con piezas de escenografía mínima en que María Muñoz se entrega sola al trance de identificación con las formas musicales. La alianza entre ambos toma forma diversa para obtener el mejor partido de sus capacidades y extraer consecuencias en su relación con otros intérpretes. 

Los ocho bailarines de Highlands van formando grupos o parejas, se individualizan en ocasiones y se reparten el movimiento escénico con otros ocho músicos –un cuarteto de cuerdas y cuatro voces–, que evolucionan asumiendo una parte de ballet compatible con sus funciones. Las combinaciones entre ellos dan lugar a momentos electrizantes. La coreografía grupal con que se inicia la pieza sugiere una suerte de tribu en marcha que explora la escena en una u otra dirección, hasta que el recurso mínimo y elegante de una seña de aviso, el giro en ángulo diverso y el paso atrás desde el que se lanza un nuevo paso adelante, va desplegando las posibilidades del movimiento de una manera que recuerda al aprovechamiento exhaustivo del espacio en algunas obras teatrales de Samuel Beckett. Tras varios trayectos, alguno de los bailarines queda rezagado y se detiene, pero la tribu que avanza inexorablemente ajusta su marcha en línea recta y los ángulos de giro hasta que vuelve a pasar junto al miembro detenido, que se ve arrastrado de nuevo por el magnetismo del grupo, recolector de almas perdidas. 

El cuarteto de cuerdas hace irrupción subido a una tarima rodante, a modo de rústico carro proveniente de una edad oscura, tirado por un encapuchado. El formato de cámara abandona su anclaje habitual en el centro de la escena, la música implica a sus ejecutantes en su esencial condición viajera. Más tarde, los integrantes del cuarteto pasean, juntos o por separado, portando el haz de sus vibraciones como si fuera una tea. Los cantores, a su vez, proyectan la corriente de aire buscando la reflexión armónica desde diversos emplazamientos, haciendo variar la invisible geometría del sonido. Los músicos se integran definitivamente en la tribu de los danzantes. A fin de cuentas, el sonido que emiten resulta de una danza concentrada en el reducto del instrumento. 

Uno de los danzantes (Miquel Fiol) lleva a cabo con Pep Ramis un pas de deux de aspecto homoerótico en el que, mientras serpentea como poseso, se ve envuelto por los movimientos del pastor, quien parece querer darle forma sin llegar a tocarle, reconstruyendo el sentido de la paideía griega. Cuando el endemoniado cae al suelo fulminado, el pastor lo recoge en brazos piadosos. El mismo partenaire realiza en solitario una danza descoyuntada de técnica sumamente precisa, en el punto de equilibrio justo entre método e improvisación, y recorre el semicírculo de músicos y bailarines gritando desaforadamente, poniendo a prueba las posibilidades de la voz humana inarticulada, más espantosa que cualquier grito animal. Luego se planta frente a los cantores en actitud de desafío, pero se ve golpeado en el rostro por el impacto de la emisión vocal que lo derriba de nuevo, como si la armonía fuera un arma dispuesta desde el origen para la lucha contra los demonios.

En otra escena, una bailarina en negro deshabillé (Leo Castro) sale reiteradamente disparada como una bala contra el pastor, choca con él, lo tumba en varias ocasiones, lucha en el suelo encarnizadamente hasta que él acaba por esquivarla. La figura de la bailarina-proyectil en prendas íntimas da razón de las capacidades de la danza para reducir las emociones comunes –en las que otras artes se recrean– a pura trayectoria física. La pareja tópica del ballet, tanto como el esfuerzo del bailarín por singularizarse, se ven trascendidos por el destino de la tribu que camina en busca de las Tierras Altas. Mientras Pep Ramis toma parte en cada una de las acciones, sumándose a la danza en grupo y formando parejas diversas, doblando con sonido desgarrado alguna de las pulidas voces, María Muñoz aparece y desaparece con discreción. Cuando se junta con los demás, lidera con estilo inconfundible –síntesis de fuerza y levedad– el comportamiento de bandada. Otras veces alterna en el recitado (palabras de John Berger, Erri de Luca y Nick Cave) o se encuentra en mitad de la escena con su interlocutor para intercambiar señas de reconocimiento y de impaciencia, antes de hacer mutis los dos titubeantes, hombro con hombro, por el foro. Todos esos gestos simbólicos, traducibles en palabras, el uso mismo de la palabra en un espectáculo de danza, no contradicen el hecho de que el trabajo de Mal Pelo ahonda esencialmente en estratos situados por debajo o por encima del lenguaje, pero en vez de acogerse a valores jerarquizados (de animalidad y espiritualidad, o de culpa y redención), se mueve en la ambigüedad de unos exaltantes «puertos y fronteras» que, como el anhelo del místico, vienen a dar a veces en la desolación.

Dejo al margen otros aspectos notables de la obra: la escenografía, la iluminación y la sonorización, con mención especial para los efectos electrónicos, retardos y cámaras de eco que expanden con delicadeza la vibración del instrumento clásico. Highlands permite otras interpretaciones, porque condensa una larga experiencia de profunda reflexión colectiva sobre las formas. Pero con lo dicho basta para hacer entender que del ejemplo de Mal Pelo puede sacar beneficio todo el que practique una disciplina artística. El arte de hacer frente al paso del tiempo, sin ir más lejos, con un sentido de la humanidad renovado por la cooperación de las potencias naturales e intelectuales que podríamos calificar de post-nietzscheano, pues cuando la realidad se nos presenta cotidianamente degradada, en imágenes manipuladas por el interés, no resulta «demasiado humano» el trance que nos lleva al lugar del sueño compartido, en cuyo centro se mantiene encendida la hoguera de la música. 

A modo de conclusión, vaya una versión en metro libre del poema de Robert Burns, seguida de unas líneas de comentario:

 

Mi corazón está en las Tierras Altas, que no aquí

Mi corazón está en las Tierras Altas dando caza al venado

Tras la pista del venado salvaje, persiguiendo al corzo

Mi corazón está en las Tierras Altas, dondequiera que vaya

 

Adiós, a las Tierras Altas voy, adiós, voy hacia el Norte

Que es la cuna del precio y el país del valor

Dondequiera que vaya, por doquiera que vague

Hacia aquellas colinas que he de amar para siempre

 

Adiós, hacia los montes coronados de nieve

Adiós, hacia los verdes profundos de sus valles

Adiós, hacia los bosques que dan sobre un abismo

Adiós, hacia el torrente de caudal imparable

 

Mi corazón está en las Tierras Altas, que no aquí

Mi corazón está en las Tierras Altas dando caza al venado

Tras la pista del venado salvaje, persiguiendo al corzo

Mi corazón está en las Tierras Altas, dondequiera que vaya

 

Estos versos de un campesino de origen humilde, poeta tempranamente malogrado, representan el paradigma romántico del orgullo nacional escocés. La música de Arvo Pärt lo reconoce y extiende hacia el este la adhesión afectiva a los parajes del Norte. La melodía del verso discurre en frase monocorde, mientras el acompañamiento dibuja un contrapunto de íntimas luces que tras cada verso ocupa el doble de su extensión, de modo que el emblema del orgullo nacional, que se expresa en imágenes de ardor cinegético, se transforma gracias a la música en suave mística hogareña. Pero, ¿por qué atenerse al paradigma nacionalista o religioso? ¿Por qué no seguir la deriva por Tierras Altas hasta la tundra siberiana, digamos, por parajes del demonio? Ese desplazamiento más allá del vínculo de pertenencia es precisamente lo que lleva a cabo la tribu en danza de Mal Pelo, cuyo viaje iniciático hacia las Highlands difícilmente podría ser interpretado en términos de nación o de creencia. 

La visión de las Highlands muta por obra de las sucesivas artes que intervienen en su elaboración: la palabra poética ensalza primero su sentido local; la música generaliza después su alcance, haciéndola valer en otro meridiano; la danza, finalmente, culmina el proceso de universalización, convirtiendo el germen inicial en pura escena, lugar del pensamiento que era ya el verdadero contenido del poema, aunque se identificase con un dominio preciso. Si la música es una danza que, desde su escena inicialmente reducida (la palabra rítmica en el recinto del aparato fonador, los dedos sobre el cuerpo del instrumento), se amplifica poniendo a vibrar en consonancia las moléculas del aire, la danza propiamente dicha traslada sus efectos a la escala visible del cuerpo, a la dimensión del grupo humano. La tribu de Mal Pelo rehace de este modo el círculo primigenio, la comunidad de las artes que los griegos antiguos representaron en el coro de las Musas. 

Santiago Auserón