Pancho Amat


El nombre del tresero mayor de Cuba reclamó nuestra atención por vez primera desde un son de El Guayabero: “Niño Rivera, por Dios / Francisco Amat, por favor”: así cantaba Faustino Oramas, rindiendo homenaje a dos músicos que habían elevado el vuelo del instrumento de cuerda cubano por excelencia. El tres, que con Arsenio Rodríguez añadió al son temperatura de rumba, con Niño Rivera se metió en armonías y orquestación de jazz. Con Pancho Amat, una generación más tarde, llevaría la tradición del son popular -del baile campesino- a dimensión de concierto. Incorporando de Oriente los ritmos montunos y la armonía de la trova, los aires de laúd de los diversos géneros del punto occidental y la influencia armónica de la negritud norteamericana, el tres, en manos de tocadores jóvenes y viejos, de un lado a otro de la isla, asombra por su capacidad de despertar aires de otro siglo, y también por su valentía para internarse en veredas contemporáneas. Pancho Amat es la vanguardia del tres cubano, epítome de su energía rítmica y su versatilidad, embajador de su poder sincrético ante un alumnado hoy internacional: gente del jazz y del blues, del rock y del flamenco.

Cuando anduvimos por La Habana y por Oriente preparando la antología Semilla del Son, Pancho Amat viajaba por el extranjero. Durante las sesiones de Raíces al viento, avisado por su amigo Tata Güines de que unos gallegos querían poner tres en coplas medio rockeras, entró en el estudio de la EGREM con sonrisa humilde y resolución guerrera. En pocos minutos ya estaba dando con el tono, el registro, el modo y la pulsación exactos para enriquecer cada tema. Tenía una forma natural de hacer que el virtuosismo encajase en una canción sencilla, un trato llano y directo con la belleza. Conversando con él, se descubría a un hombre cultivado, alegre y nada tímido, de habla clara, consciente de la tradición cubana que hace iguales al campesino y a la musa clásica. Un heredero del talante de José Martí.

Aceptó la propuesta de girar por España con Juan Perro y llegó a Madrid una mañana fresca de abril de 1995. Fuimos en taxi hasta la Residencia de Estudiantes, donde le habían concedido alojamiento, comprendiendo el valor cultural de su presencia. Por aquellos días la Residencia de Estudiantes era un espacio en que se escuchaba poesía cubana, testigo del abrazo de reconciliación entre dos grandes de la generación de Orígenes: Gastón Baquero y Eliseo Diego, el exilio y la revolución. En uno de sus salones mantuvimos con Pancho la primera de nuestras charlas filosóficas y musicales, antes de dirigirnos al local de ensayo. Bajo su sombrero claro de pajilla, Pancho Amat hablaba mirando al porvenir, con determinación de pionero.

Al día siguiente, veintidós de abril, cumplía el tresero cuarenta y cinco años. Para celebrarlo empezamos por visitar a Compay Segundo en su pequeña habitación del Hostal Matute. Allí se dieron la mano por vez primera dos leyendas del son. Henchido de conciencia histórica, Compay ordenó a sus muchachos cargar los instrumentos y prepararse para la descarga. A lo largo de la tarde y durante toda la noche, sonó la memoria viva del son y de la trova, interpretada por dos guajiros curtidos y elegantes, que se estudiaban los dedos sobre el mástil con admiración mutua. Ya andaba el sol bien alto sobre el cielo madrileño y Compay Segundo estaba todavía sacando a bailar a las muchachas.

En el local de ensayo fue una experiencia insólita el encuentro de Pancho Amat con el resto de los músicos. La complicidad natural con Moisés Porro, cubano residente en Madrid y conocedor cabal de todos los toques de Pancho; la conexión inmediata con Javier Colina, entrenado ya en La Habana, siempre dispuesto a poner a prueba su agilidad mental; la fascinación recíproca entre el tres cubano y la formidable guitarra eléctrica de John Parsons, éste buscando con acierto la clave, como aquél la blue note. Era la primera vez en la historia de la música que ambos instrumentos iban a compartir tarea de solistas.

Pancho Amat grabó dos discos y giró durante cuatro años con Juan Perro, colaboró también con un buen número de artistas españoles de primera línea, dejando huella en la canción contemporánea española, que todavía está asimilando sus consecuencias. Trajo a Madrid al laudista Bárbaro Torres con su Piquete Cubano, mostrándonos el poder de otras cuerdas prodigiosas. Regresó a Cuba para formar su impecable Cabildo del Son, con el que lleva hechos dos discos excelentes: De San Antonio a Maysí (Resistencia, 2000) y Llegó el tresero (EGREM, 2007). Las ventas del primero se amplían durante estos días considerablemente en Japón. Ambos son ejemplos de fidelidad a la tradición y apertura a futuros horizontes. Merecen la atención del oído más exigente.