20 de septiembre de 2025
Si tan sólo un momento pudiese condensar una trayectoria tan longeva, fructífera, mutante y hambrienta de vida y experimentación como la suya, sería seguramente ese en el que, en pleno apogeo de su fama, se apea del radiante éxito masivo al frente de Radio Futura para ahondar, en solitario y bajo el alias Juan Perro, en un camino personalísimo que lo llevó a explorar y confundir durante años las fronteras del rock, el son y otros sonidos tanto afrocaribeños como de las ubérrimas orillas mediterráneas.
Santiago Auserón podría haber pactado consigo mismo una vida confortable y limitarse a ejercer de estrella-de-piloto-automático e icono de los efervescentes años 80 hasta el fin de los días, pero admirablemente eligió ser un aprendiz continuo, a la vez estudioso, malabarista y un poquito truhán. Y por eso dijo alguien sobre él que siempre ha sido un artista que se ha reivindicado y se ha negado a sí mismo en cada paso, a cada instante, lo cual nos pareció bonito sobre todo porque es verdad.
La semilla de su búsqueda siempre estuvo ahí. Desde los comienzos de urgencia punk y frescura new wave con Radio Futura se apreciaba ya ese diálogo certero entre la tradición y la métrica popular y el poso erudito y refinadísimo que Auserón ha practicado de forma ejemplar. También la simpatía por el acervo de la otra orilla atlántica, en particular por el son cubano al que ha dedicado media vida de apasionada investigación plasmada primero en el ensayo Semilla del son (2019) y después en el documental del mismo título (2023). Últimamente anda enredado con la cultura helena, a la que, en una muestra más de su rica variedad de registros, ha dedicado un ensayo sobre la relación de la música en la Grecia de la Antigüedad con la poesía y la filosofía (Arte sonora, en Anagrama) y un proyecto musical, Nerantzi, en el que revisa clásicos de autores griegos del siglo XX.
Este viernes, en su visita al patio de la Diputación de Sevilla dentro del festival Patio+Metrópolis, ofreció un repaso por todas estas facetas acompañado por su Academia Nocturna, un combo de músicos de gran finezza y amplitud de registros. La noche, de calor bochornoso y esplendor de abanicos, comenzó con el Portal de la Academia, una sabrosa presentación de los instrumentistas al estilo de la era clásica de las orquestas del sello Fania; y nos dio por pensar en el daño al parecer irreparable y el malentendido perpetuo que trajo la oleada de salsa hortera y cursi de los años 90, y en la asombrosamente pobre aceptación popular de lo más noble de esa magnífica corriente musical en nuestro país.
La “colección de postales de viajes sonoros”, como él mismo dijo, se abrió con Quemando caña, una de sus composiciones recientes; siguió con El forastero, un delicioso bocado de swing de los años 30, y con Gibara, un medio tiempo de tierno early rock & roll condimentado con una pizca de especias caribeñas.
Costaba trabajo dar crédito a la verdad biológica que dice que el artista zaragozano tiene ya 71 años. No sólo por su estampa -firmamos llegar como él no ya a los 50, sino al lunes de la semana que viene-, también por la extraordinaria claridad de su timbre vocal, el de toda la vida, como si los años hubiesen pasado en vano. Estuvo cómodo y distendido, clavando su faceta de crooner a media luz y dando rienda suelta a su faceta de narrador oral, y juguetón, como cuando se rio de sí mismo a cuenta de su pasado “afterpunk” y glosó socarronamente las andanzas de Marilyn y John Huston en la presentación de Los inadaptados, su precioso homenaje a Vidas rebeldes, el drama de 1961 protagonizado por la primera y dirigido por el segundo.
“Siempre me gusta volver a Sevilla, me gusta mirarla desde Triana”, dijo en una de las pausas para deleite del público, que a esas alturas del concierto estaba ya entregadito, lo cual se entiende porque el carisma de este hombre, más allá del evidente talento que atesora, es formidable. Ni una hoja de árbol se movía en la noche asfixiante, y aun así al menos en su música corrió la brisa, una brisa lejana, con aromas de arrabal de Nueva Orleans, nada más comenzar Magnolia, precedida de un extraordinario solo de clarinete de Gabriel Amargant.
“Como yo no salgo en la radiofórmula y sólo podemos llegar a ustedes por métodos vintage…”, deslizó con retranca Auserón a mitad de A morir amores, tal vez para espolear al público, que estaba un tanto frío pese a que la canción, una contagioso son de ritmo cabalgante y armonías entrecruzadas, invitaba a plegar las sillas y ponerse a bailar. Con la misma facilidad, puso poco después a varias parejas añosas a bailar con el romanticismo old school de la balada El sueño.
Perla oscura, de su etapa Juan Perro, fue la primera cata en el pasado propiamente dicho, y para qué vamos a andarnos por las ramas: lo gozamos, lo gozamos mucho, especialmente cuando llegó el sensacional solo de guitarra empapada en ron, que no desmereció en absoluto -palabras mayores- a los que gastaba Marc Ribot en su etapa de escudero de Tom Waits. ¡Qué maravilla! Nos quitamos el sombrero que no llevamos.
Extraños deseos, casi funk por momentos, supuso una masterclass de cómo hacer rock vibrante sin necesidad de distorsión. Río negro, con la banda entrando en combustión rock y el público entregado, dio pie a un pequeño descanso de los músicos, que volvieron a comparecer para ofrecer, no podían faltar, la ración de viejas perlas de Radio Futura.
La primera fue El puente azul, última canción compuesta por el grupo y revestida para la ocasión con una pátina de jazz cinematográfico, barra libre para la improvisación y fugaces guiños al A Love Supreme de Coltrane y al Summertime de Gershwin: pura clase la de estos académicos insomnes. Vinieron después Semilla negra, junto a Annie B Sweet (a la que reclutó de improviso Auserón al saber que venía a la ciudad para el concierto), y El canto del gallo, cosecha del 87. Para entonces la mayoría del público llevaba un rato levantado y contoneándose. Y lo que parecía el colofón: La estatua del jardín botánico, casi irreconocible y familiar a la vez, como una balada de bar a las cuatro de la mañana, cuando ha bajado ya la persiana y dentro quedan los de siempre. Parecía, porque de propina el artista y su fabulosa banda aún entregaron una versión del Blueberry Hill de Fats Domino, una andanada rhythm & blues que los flamencos definirían como por derecho.
Crítica de Paco camero para el Correo de Andalucia.