Cuaderno


10 de abril de 2017

Diario de viaje americano. 1: MONTEVIDEO.

 

Larga noche sobre el Atlántico, pasada en vela en su totalidad con exactitud matemática, contemplando una y otra vez la pantalla inserta en el dorso del asiento delantero, que reduce su vuelo a un lentísimo avance sobre una imagen del globo terráqueo susceptible de ser girada en todos los sentidos y contemplada desde cualquier ángulo de un cielo imaginario, olímpico punto de vista que ayuda a apaciguar un poco la impaciencia. 

Tras una alba remisa, grisácea y difusa, sin puntos de referencia en la enormidad del cielo verdadero, la aparición del Río de la Plata a un costado del avión eleva la realidad a la categoría de las ficciones: la desembocadura se extiende inmensa bajo la luz plomiza, sin accidente reconocible que permita distinguir el margen fluvial de su apertura al océano. Cada segundo se intensifica el reverbero de la luz oblícua sobre el espejo desmesurado, gris azulado del cara al mar, de color arenoso y turbio aguas arriba del estuario.

Aquí es donde Magallanes, portugués empecinado, y su tripulación española al borde del motín, creyeron que alcanzaban a dar la vuelta por el sur al continente recién descubierto, en pos de la ansiada ruta occidental de las especias, tanto tardaban los vigías en dar la voz de aviso de orilla opuesta, que solamente divisarían desde lo alto de la colina que dio su nombre a Montevideo.

Nuestro primer contacto uruguayo es Tato, miembro del equipo que organiza el Festival de Jazz de la ciudad. Mientras esperamos el transporte, nos pone al tanto de que el Centro Cultural Español ha cancelado la charla prevista para ese mismo día y de que la hora del concierto del día siguiente coincide con un partido de fútbol del equipo nacional uruguayo. El segundo contacto es el chófer, que responde con desenvoltura precisa a todas las preguntas, en tanto se extiende tras el parabrisas la cinta luminosa que une el costado de las playas con el de los edificios. Oído atento, le escucho comentar que el secreto de la evolución de Uruguay en los últimos años consiste en que el país, poco poblado, carece de riqueza suficiente para alentar la corrupción a gran escala, o para que un cambio de gobierno altere mucho las cosas. 

Su comentario parece equidistante de cualquier adhesión política, pero en el fondo implica que no hay razón para exagerar los méritos del ex-presidente José Mujica. Al conceder la única iniciativa al principio de realidad que promueve en las altas esferas la codicia del beneficio cuantioso, deja de lado las motivaciones de los humildes para aceptar, a cambio de una pequeña mejora en la existencia diaria, la idea de sumarse al proyecto de renovación de un país entero.

Una cordialidad discreta, pero efectiva, nos aloja en el Barrio de las Artes y después nos va guiando por calles de retazos multicolores, donde alternan cálidas fachadas a la espera de reforma con escaparates de aspecto luciente y frío. Hacemos un alto en el primer bar para brindar con una cerveza roja proveniente de la Patagonia. Caminamos luego hacia Ciudad Vieja, el Mercado del Puerto, la mejor carne de res y los vinos de Tannat. Entre los transeúntes que nos salen al paso relajadamente predominan los rostros de origen europeo. Inmóviles en sus puestos callejeros, vacíos de clientela, los rostros indígenas adoptan expresión más adusta. 

El director del Centro Cultural Español no parece dispuesto a desvivirse por nuestra visita, por la facilidad con que ha cancelado en el último momento la charla sobre El ritmo perdido, basándose quizá en la previsible escasez de asistencia, y se exime de dar explicaciones o hacer acto de presencia al día siguiente en el concierto, coincidente con el encuentro de Uruguay contra Chile. El concierto forma parte del programa del Festival Cervantino, además del Festival de Jazz, pero todo el mundo comenta que el partido es de máxima rivalidad.

Ante nuestra solicitud de un rincón para ensayar, el gerente del hotel abre gentilmente las puertas de un espléndido salón de tarima impecable, lujosas molduras y lámparas de diseño art-decó. Formaba parte del antiguo y prestigioso Teatro Cervantes, donde recalaban antaño grandes compañías, como la de Margarita Xirgú. El viejo hotel adyacente hospedó a afamados literatos. Su actual gerente se muestra aliviado por la ocasión de devolver tal espacio, recien restaurado, a un uso artístico, aunque menor, distinto de las convenciones de empresa.

Dos jóvenes reporteros de una agencia de prensa internacional, entrevistadora y camarógrafo, se presentan con las preguntas bien preparadas. En el amplio salón de sonoridad perfecta, sin necesidad de amplificación alguna, ensayamos un bolero cubano, otro mexicano y –por primera vez– una canción de Violeta Parra.

Mientras me visto para el concierto, llega por la ventana abierta un grito unánime enfervorecido, seguido de algunas detonaciones. La ciudad entera canta el gol uruguayo con alegría guerrera, que sorprende un poco tras las sucesivas muestras de amabilidad local. Mala señal, de cara a una aceptable audiencia en el Teatro Solís, que a la hora de probar sonido nos ha parecido, además de hermoso, enorme. 

Nuestro trabajo es poco conocido en estas tierras. La audiencia resulta ser minoritaria, en efecto, pero más que aceptable, dadas las circunstancias. Sus reacciones responden a una extraña mezcla de calidez y frialdad, o tal vez sobria contención. Semejante, por cierto, al clima mismo de la ciudad: entrada ya la primavera austral, el sol pica fuerte, pero en el aire se siente la cercanía del polo.

Las ganas de dar lo mejor en escena no encontrarán curso fácil. Duendes de diverso signo se cruzan en la noche profunda de Montevideo. El director del Festival de Jazz, Philippe Pinet, un hombre cultivado y atento que fue tenista de alta competición, viene a saludar al camerino, antes de la actuación, sin que lo desabrido de la taquilla parezca haberle desanimado en exceso. 

De manera algo imprudente por mi parte, nos embarcamos en un intercambio de pareceres acerca del devenir de la sociedad uruguaya, que resulta especialmente interesante tras el paso de Mujica por la presidencia del país. Pinet, sin embargo, almacena una larga lista de motivos para reprobar la gestión de un equipo de gobierno compuesto –según dice– por ex-tupamaros, si bien admite que los emotivos discursos de Mujica han puesto a Uruguay en primer plano de la actualidad internacional. Suena el tercer aviso para que dé comienzo el espectáculo. Me encamino hacia el escenario con la conciencia de no haber calentado la voz en el sentido correcto.

Acabado el concierto, salgo de nuevo a contemplar los asientos rojos y el oropel del teatro vacío. Los técnicos deambulan recogiendo cables, mas bien cabizbajos. Por decir algo, les pregunto: "¿Cómo fue el partido? En el hotel escuché un gol uruguayo...". "Perdimos tres a uno...", responde el más joven de ellos con amarga desgana, mientras pasa de largo sin dignarse en mirarme.

Tres semanas después, justo al final de la gira, un encuentro azaroso, a modo de poético efecto circular, viene a completar mis impresiones de Montevideo: en la terminal de llegadas madrileña, me aborda una pareja compuesta por murciano y uruguaya. Él comenta efusivo: "¡Qué casualidad! Estuvimos en el Teatro Solís, ¡fue un gran concierto!". Ella asiente sonriendo suavemente, rezagada y discreta.