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09 de octubre de 2022

Discurso en el acto de nombramiento como hijo predilecto de Zaragoza, por Santiago Auserón

La Plaza del Pilar desde el balcón del Ayuntamiento durante el pregón de inicio de las fiestas. 

Nací a dos pasos del Mercado Central, en la calle de Las Armas, número 69, cuando todavía la inmigración rural humilde no había permitido que se degradasen aquellas viejas casas, en las que todavía resonaban ecos de fusilería de la tremenda batalla contra el invasor, tan magníficamente narrada por Galdós, y del estruendo menos glorioso de las sirenas y las bombas extranjeras que decidieron nuestra guerra fratricida. En el barrio de El Gancho pervivía cierto clima de exaltación, mezcla de fatalismo y ansia de porvenir, que debía dejar huella en el ánimo de cualquier chiquillo.

El oficio de topógrafo en obras públicas de mi padre, Gregorio Auserón, tras unos años de trabajo en la base americana, nos llevó pronto fuera de la ciudad, dando ocasión para que me iniciase en la existencia nómada que llevo desde entonces. De modo que la inmortal ciudad de Zaragoza reconoce hoy como predilecto a un hijo paria y algo descarriado. Permitidme argumentar por qué esta madre generosa no se equivoca por completo.

Dicen las ciencias de la mente que las impresiones de la infancia configuran el alma humana de manera indefectible. De ser así, mi alma, o su equivalente neuronal, hablando en términos menos líricos, estaría hecha de impresiones de lo más diverso: alimentada con leche agria de la vieja Roma imperial, surcada por joviales cadetes de la Academia en marcial desfile, por dolientes pasos de Semana Santa a golpe de incensario, alumbrada apenas por cirios de capilla, invadida de pronto por juerguistas ebrios que hablaban lengua extranjera, negros bailones al son de una música contagiosa, imágenes de las películas mexicanas, norteamericanas o italianas robadas a la oscuridad de la última fila del cine Dorado, donde mi abuela materna, Concepción Sanz, que formaba parte del equipo de acomodadores, me colaba en cuanto se apagaban las luces, a una edad en que no eran aconsejables las películas para mayores.

Ella llevaba por dentro su propia película: la historia de su marido, el electricista Mariano Marruedo, que un mal día fue sacado de su casa por unos muchachos en pantalón corto a punta de pistola, tras la denuncia de un tendero vecino que así consiguió librase de pagar la factura que le adeudaba, y acabó fusilado días después a la edad de 37 años. Mi abuelo llamó a mi madre Libertad, pero como durante la guerra este nombre entró en la lista de los prohibidos, mi bisabuela Inocencia la bautizó años después con el suyo propio, como para disimular, en la parroquia de San Pablo.

En compañía de Goyo Auserón, hermano de Santiago. 

Nada más morir el dictador, empero, aquella maña de rompe y rasga que fue Libertad Marruedo, a quien su propio marido había llamado Ino de toda la vida, nos hizo cambiar el libro de familia y los carnés de identidad, declarando que a partir de entonces había que designarla como determinó su padre, aunque dejara abierta la opción de llamarla Líber.

En lo estrictamente músical, la variedad de impresiones que provienen de mi ciudad natal no es menos considerable: para empezar, las jotas que irrumpían en las fiestas familiares en cuanto la botella de anís iba por la mitad, cosa que acontecía en el número 4 de la calle Cantín y Gamboa, donde mi abuela paterna, Pilar Grasa, vivía con su hermana Teresa, quien como pianista había puesto banda sonora a las películas de cine mudo. Este era el lado familiar, digamos, de la derecha alegre.

Y de la jota pasé al bolero cubano o mexicano, dulcemente entonado por mi madre. Mi padre se inclinaba hacia el mambo de Pérez Prado y los cantes en español de Nat King Cole, pero se rendía sobre todo ante la dicción de Frank Sinatra. Sus amigos yanquis, que venían a bailar a casa, traían los discos recién publicados de Louis Armstrong, Duke Ellington y Ella Fitzgerald, amén de otros más populares como el Smoke Gets In Your Eyes de los Platters, que no sé por qué se me metía efectivamente en los lacrimales.

Pero los críos ya estábamos tras la pista de los primeros rocanroles escuchados en la radio Marconi de casa de la abuela Concha, que empezaban a estar accesibles en las atracciones de la Feria y en las máquinas de discos de los billares del Tubo, del Parque del Cabezo y de la piscina de Torrero, donde pronto empezaron a tener cabida los singles de los grupos españoles.

Si un alma bien templada puede lograrse a partir de tal mosaico de impresiones, es cosa que todavía hoy no soy capaz de determinar. Me anima a la confianza el hecho de que, cada vez que regreso a mi ciudad natal, percibo en la luz y en el aire algo que siento como profundamente mío, que no puedo explicar con palabras. Es como si la naturaleza de mi tierra sustentase en su regazo valiente cualesquiera desvaríos de su gente y de su historia. E indefectiblemente me acerco al río, y a su orilla escucho un murmullo que lo explica todo: Ebro es el río que dio nombre a Iberia. Su caudal poderoso, ancho como una vena principal del cuerpo al cruzar la urbe, vertebra pueblos y tierras en su sagrada corriente, que nace límpida allá en Fontibre y acaba arrastrando muchos espíritus hasta el delta tarraconense.

Y movido por la revelación del río en cuya ribera vi la luz primera, me hago la ilusión de que este hijo descarriado, en su existencia para siempre errante, porta consigo y lleva a todas partes el pulso de esa intensidad loca, esa pasión profunda, esa capacidad para abrazar imposibles que es propia del alma aragonesa, o como queráis llamarla en términos científicos, herencia que reparte a sus muchos hijos esta capital otrora trágica, hoy alegre, madre querida, Zaragoza, llamada por otro nombre Libertad.

La Plaza del Pilar desde el balcón del Ayuntamiento durante el pregón de inicio de las fiestas.