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20 de julio de 2009

El perro de Dorian Grey

Dorian Gray vuelve a sacar de paseo a su Perro, al que llamó Juan. Poco importan los nombres, si alguien juzga poco adecuado que un can responda por Juan. Mirando a Juan Perro (escuchándole), tratando de encontrarle en el pelaje al Auserón de siempre, entreví el error: la figura móvil cuyos perfiles identificamos toda la vida como el hombre Auserón fueron apenas la fulgurante cola de un cometa; una colectiva ilusión óptica, situada más allá de donde nosotros pensábamos verlo. Su brillo tenía la calidad diferida de una estrella, sólo que no se apagaba.

Cuando lo buscábamos a tientas en un molde reconocible, o cada vez que quisimos fijarlo en un tablón para estudiarlo como entomólogos fascinados de los ochenta, él ya no estaba allí: ligero como la brisa, había volado más allá de nuestra percepción. Comenzó a estudiar el son cubano en 1984, cuando Radio Futura acababa de entregar La Ley del Desierto/La Ley del Mar. He ahí un apoyo para esta conjetura: lo suyo consistía en comportarse (o en ser) como la pura energía –palabra que tanto le gustaba en los inicios-: atisbo y transformación.
Luego hay algo en el personaje que lo eleva: la serenidad intelectual, la elegancia de las palabras y la habilidad para impedir que eso lo aleje de la naturaleza cercana de su propuesta.

Pocos artistas habrá en el negocio que puedan presentar un concierto de raíces con una cita de Nietzsche, sin incurrir en la petulancia. Santiago Auserón, aquel Licenciado en Filosofía transmutado en estrella del pop eléctrico nacional, dijo a modo de introducción a su recital en Zaragoza: “Vuelve Juan Perro porque todo lo necesario vuelve”. Antes de que pudiéramos desmentir mentalmente la validez de tan generosa afirmación, remató en tono de guasa: “Porque como decía Federico, el ‘Nitsche’, todo placer reclama la eternidad”. He ahí el secreto de Dorian Gray: el encanto entreverado de la inteligencia, la belleza, la sensibilidad, el humor y la elegancia de un torrencial conocimiento de las músicas, la música.

Fue un placer pasear por los burdeles de Nueva Orleans, remontar el Mississippi aguas arriba, fatigar los afluentes, los bares en los caminos, y acabar en Camagüey o en La Habana, bordeando la copla y los pasodobles, sin incurrir en el petardeo, como en tiempos bordeaba la electrónica o el punk para definir el rock español, llámese pop. De paso, dejarse acariciar por una nana. De vuelta, homenajear al añorado Joe Strummer, el líder de los Clash, con una castiza necrológica que pintaba al ideólogo del punk-rock encarnado en una calavera de Malasaña: José el Rasca.

La interpretación fue soberbia: tres músicos cubanos le componen un sostén mucho mejor trenzado de lo que hace suponer la mera enumeración de guitarra, contrabajo y percusión. Las letras de Auserón, en cualquier género, siempre reclamaron mi asombro. No hay en ellas arritmia alguna, encajan de manera precisa en los compases, como las palabras de un buen crucigrama en cada casilla. Lo mismo da una de sus parábolas bluseras que clásicos adaptados como I Heard It Through The Grapevine; con la misma naturalidad desgrana viscerales músicas hispanas, las recubre con la áspera púrpura del rock, silba como un mirlo o raja el aire con el canto del gallo… Sin afán de severidad, sólo puedo pensar en otros dos escritores tan exactos en las proporciones musicales del español: Serrat, tal vez Sabina.

El conjunto lo corona una voz de cristal pulido, por la que no parece haber transcurrido un solo minuto de los últimos treinta años. La obra de Juan Perro está bien lejos de mis preferencias: no me fascina lo que hace, pero me encanta cómo lo hace. Debe de ser la voz. La voz de Auserón, su imperturbable sonoridad, y su modo tan reconocible de escribir las canciones. Todo eso compone un milagro permanente que transgrede el tiempo. Nuestro tiempo. La voz de Auserón nos deja sin edad.

Artículo publicado en el Blog Somniloquios.