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05 de noviembre de 2015

Y Juan Perro fosforeció entre nosotros

Planteó el concierto como una fiesta familiar en el patio de la casa compartida con un público tan entregado como sorprendentemente cohibido (tal vez por la prudencia que suele acompañar a la “edad media”) ante el que se presentó como un vecino “cantor de la frontera norte de Al-Andalus, que es el Ebro”, invitándonos a un viaje conjunto, pilotado jocosamente entre la negra melancolía y el puro gozo disfrutador, demorándose todo lo necesario y contando por la menuda, para que la fábula auneciera.

Montó un retablo completo sobre fondo “negro zulú” con sus santos tutelares, Compay Segundo, Louis Armstrong, Raimundo Amador y Caetano Veloso (al que le ha dedicado un precioso “retrato fabulado”), y múltiples capillas para devociones complementarias, como las bandas de metales de Tijuana, la ornitología, el calipso y los complejos ritmos árabes y balcánicos, además de unas cuantas “glosas” dedicadas al Take five de Brubeck-Desmond, al Don't let me be misunderstood que popularizaran Nina Simone y The Animals, y a Francisco de Salinas (a quien otro admirador, Fray Luis de León, dedicara una famosa Oda), para llegar, como todo sonero que se precie, al Beny Moré y a Miguelito Cuní. Casi al final, con el standard We´ll be together again, comparecieron los jazzmen y crooners que la hicieron popular, como Louis Armstrong y Frank Sinatra, Tony Bennet y Ray Charles, como Billie Holiday. Estas son, al parecer, y al menos en parte, las milagrosas devociones de Juan Perro. Estos, así de variados, los aromas de su voz.

A lo largo de dos horas y media nos regaló sus excelentes canciones (las nuevas y las incombustibles) llenas de variedad rítmica y virtudes líricas, y mezcló con mano maestra emoción y alegría, derrochando descacharrantes imitaciones de voces y timbres, montunos intencionados y pregones gamberros, -o viceversa-. Demostró en todo momento que es un gran intérprete que se la juega en la distancia corta y un consumado entretenedor, un histrión que desarrolla un saludable tono autoparódico sobre su fama de petulante (ya sabemos que a todo el que procura salirse de los lugares comunes y tiene un vocabulario que abarca más de docena y media de palabras se le mira mal y se le llama, como poco, pedante).

Estuvo muy bien acompañado por dos excelentes músicos que, como consumados intérpretes de jazz, aportaron brillo, color y versatilidad a las complejas composiciones, con un curioso reparto de papeles: el guitarrista Joan Vinyals, diablo de Gràcia, tan terrenal, se ocupó de los territorios pantanosos relacionados con el rhythm & blues, y el saxofonista-clarinetista Gabriel Amargant, pájaro del Maresme, atendió a los altos vuelos de las inspiradas melodías.

Cuando parecía que, después de dos horas, todo había acabado, se produjo un milagro de los que pocas veces se dan, un regalo de veinte minutos inolvidables en los que Auserón “rompió la barrera del sonido” y del espacio, saltando las candilejas (en sentido estricto) para cantar sin amplificación entre el público entregado. Aquello da para varias “piezas separadas”, una sobre el origen de su canción Los inadaptados, (basada en The Misfits de John Huston, con Marilyn Monroe como “una rubia emisora de señales de todo tipo”) y otra sobre la proteica Reina zulú, en la que un niño celtíbero que prefería ser zulú nos cuenta sus aspiraciones de recomponer el primigenio pasado común de la humanidad, perdido en la verdadera diáspora del mundo, como demuestran la antropología y la historia universal de la música. Nuestro griot particular nos explicó convincentemente que “hemos perdido el léxico, la memoria de la lengua y las conexiones de la etnia zulú”, y que, una vez que las recuperemos, “nos independizaríamos todos, pero a la vez”. Un bonito manifiesto contra las simplificaciones nacionalistas y las ficciones identitarias. La cosa acabó con el esmerado y voluntarioso coro de los recalcitrantes espectadores cantando sentidas invocaciones a la Semilla negra, en una comunión tan entregada como las que solo se ven en los directos de Nick Cave. Asombroso.

Creo que Santiago Auserón cumplió sobradamente su anunciado deseo de “fosforescer” entre nosotros (si nos atenemos a la luminiscencia persistente que todo lo ocupó durante un largo rato en torno al cantante y que irradió hasta la sonrisa agradecida del alucinado público), y, si tuviéramos que responder a la pregunta de El Guayabero, confesaríamos sin rubor que lo pasamos muy bien por delante y, al parecer, también lo pasaron muy bien por detrás.

“(…) ese perro es un artista
y en dramas especialista
y sabe bailar el son.
Lluvia en la acera
sigue sonando
y el perro flaco,
merodeando, se va.”

Vuelve pronto.

Crítica de Francisco Gestal para el Blog Miracomosuena